23 de septiembre de 1968: La resistencia politécnica en el Casco de Santo Tomás

La voz del Anáhuac

Septiembre de 2016

Hemos compartido en este espacio algunos testimonios compartidos por un activista del IPN que tomó parte del movimiento de 1968. Hoy presentamos el referente a la defensa de las escuelas politécnicas del Casco de Santo Tomás el 23 de septiembre de 1968. Cinco días antes había sido tomada la Ciudad Universitaria sin resistencia alguna. En las asambleas del IPN se decidió resistir hasta donde fuera posible. No estaban de acuerdo en salir de los planteles levantando las manos haciendo la “V” de “vencidos” ni a ser humillados por el ejército. Se sabía de la desventaja y los riesgos, pero había que ser consecuentes: “mejor morir de pie que vivir de rodillas”.

El gobierno tenía decidido acabar ya con el movimiento estudiantil-popular. Díaz Ordaz amenazó abiertamente en su IV Informe de gobierno, el 1 de septiembre: utilizaría toda la fuerza del Estado. Dijo: “Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite y no podemos permitir que se siga quebrantando el orden jurídico, como ha venido sucediendo…”, y tras invocar sus facultades constitucionales como presidente, amagó con: “disponer de la totalidad de la fuerza armada permanente, … ejército terrestre, la marina de guerra y la fuerza aérea…”, y amenazó: “No quisiéramos tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos…” El 23 de septiembre y el 2 de octubre supimos hasta donde estaba dispuesto a llegar…

Aquí el testimonio:

23 de septiembre de 1968: La resistencia politécnica en el Casco de Santo Tomás

“Otra vez en Santo Tomás, un 23 de septiembre, recordarás -dije al Camarada- fue ahí, en la misma fecha, pero de hace 12 años, cuando también el ejército entró al Politécnico, para romper la huelga y clausurar el internado y los comedores estudiantiles. Entonces también se dijo que los estudiantes en lucha eran comunistas. Lo que había era una brutal ofensiva gubernamental para desmantelar todo lo que en el sistema educativo tuviera un tinte popular. Se supone que el Politécnico fue creado para que aquí pudiéramos estudiar los hijos de familias obreras y campesinas. Los internados, los comedores estudiantiles y las casas de estudiantes eran un apoyo para los que venían de los estados, generalmente del campo, de escasos recursos económicos”.

 “Sí, flaco –contestó el Camarada-, y fue también un 23 de septiembre, pero hace tres años, cuando en Madera, Chihuahua, el Grupo Popular Guerrillero de Arturo Gámiz intentó tomar el cuartel militar para comenzar una revolución socialista en México”.
 “Y ahora, coincidentemente otro 23 de septiembre se inserta en nuestra historia, en el mismo Casco de Santo Tomás asaltado por la tropa en 1956”.

Desde la toma de CU y los ataques en Zacatenco y Tlatelolco, los compañeros del Casco estaban en alerta máxima, preparándose para resistir, para defender las escuelas. Estaba decidido, resistir hasta donde fuera posible.

Había brigadas encargadas de ir a las gasolineras a recoger los botes de aceite para carro que quedaban vacíos, para convertirlos en alcancías. Pero siempre quedaban residuos de aceite en ellos. Entonces los colocaban boca abajo para que terminaran de escurrir. Con esos residuos se llegaron a llenar cubetas. No lo tiraron. Llegaría el momento de darle utilidad. El Greñas comenzó también a juntar el aceite quemado.
 “No manches cuñao –le decía Cuéllar-, ¿eso para qué nos puede servir…?”.

Riéndose con cierta malicia el Greñas respondía: -“Ya lo verán, ya lo verán…”

Ese momento llegó cuando comenzaron los ataques de los granaderos en el Casco de Santo Tomás. Desde sus camiones en marcha, los granaderos iban lanzando gases lacrimógenos al pasar frente a las escuelas. Desde las calles que circundan el Casco (Los Gallos, Av. de los Maestros, Carpio, Tlatilco, Plan de Ayala, Plan de San Luis) se les respondía con una lluvia de piedras y molotovs, regresándoles algunas de las granadas de gas lacrimógeno.

Recorriendo escuela por escuela, compañeros del CNH, profesores y padres de familia, pedían a quienes se ‘atrincheraban’ en las azoteas de los planteles, salir, que nadie se quedara dentro, que era mejor resistir en la calle, que así se había hecho en los días previos en Zacatenco y en Tlatelolco la resistencia de la Voca 7 se había extendido por los edificios de la unidad habitacional. Que en el Casco era mejor desde las calles, montando barricadas y aplicando el ‘pica y huye’.

Las brigadas molotov necesitaban de un mínimo de tres integrantes: uno cargando una reja con molotovs ya preparadas, otro con una tea encendida y un “lanzador”. Los lanzadores de piedras sólo necesitaban un morral para llevar el “parque”, buen brazo de “pitcher” y mucha agilidad.

Para potenciar la capacidad incendiaria de las molotov, se regó en el pavimento el aceite, de modo que cuando volvieran a pasar los granaderos, una sola molotov lanzada en medio del pavimento bañado en aceite alzaba una gran llamarada, además de que el pavimento aceitoso hacía derrapar los vehículos policiales, causando gran desconcierto, lo cual se aprovechaba para que la lluvia de piedras intensificada, los obligara a replegarse. Y en el repliegue eran confrontados por otros grupos de compañeros que venían de Zacatenco, la Ciudadela o Tlatelolco a apoyar la defensa del Casco.

En los talleres de las escuelas, se afilaron con el esmeril electrodos de soldadura eléctrica. Con un muelle, un tramo de ángulo y un cable de acero se armaron una especie de ballestas. Los electrodos afilados se utilizarían como saetas. Fueron muy útiles para ponchar las llantas a los camiones de granaderos. Algunas de estas saetas alcanzaron blanco en piernas, brazos o espalda –pese al chaleco antibalas- de algunos granaderos.

Con tubos de PVC se improvisaron bazucas para lanzar cohetones –de esos que se utilizan en las fiestas de los pueblos- contra los granaderos. ¡Resultó! Esta “artillería” causó estragos en las filas enemigas. Los descontrolaba la explosión, inocua pero estruendosa.

 “¡No matan –gritaba eufórico el Boing, convertido ya en nuestro diestro ‘niño artillero’-, pero qué tal atarantan…!”

 “Nomás atínale a un granaloco en el mero casco y verás que se queda más orate que de por sí- le dijo Tapia.

No hizo falta mayor explicación, el Boing se esmeró desde ese momento en afinar puntería. Era vago, esto es hábil, para las artes de la batalla campal. No era la primera vez que se enfrascaba en combates de esta naturaleza contra las huestes policiales. En su barrio ya estaban hasta la madre de redadas por el grave delito de juntarse en la calle a jugar un tochito. Y así habían logrado replegar a la policía en numerosas ocasiones.

En el enfrentamiento ganaba terreno el ingenio frente a la fuerza bruta. Así los compañeros pudieron mantener a raya a los granaderos durante toda la tarde el 23 de septiembre. Hasta que, ya casi en la madrugada del día 24, intervino el ejército. Para entonces, el cansancio, la falta de “pertrechos” para seguir resistiendo y el saberse en desventaja frente a la tropa, debilitó la resistencia. Ya había un acuerdo previo: como quiera, a los granaderos los podríamos enfrentar. Bastaba cubrirnos nariz y boca con un trapo empapado de vinagre para aguantar el gas, tener suficientes piedras, “molotovs” y buen brazo. Pero frente a la tropa era diferente. ¿Cómo enfrentar tanquetas y armas de alto poder? Una a una fueron tomadas todas las escuelas. La última en caer fue Ciencias Biológicas, el mismo edificio que en 1956 albergó el internado.

Ahí, luego de que con una tanqueta derribaran la reja tubular de la entrada y los soldados se disponían a irrumpir, desde un megáfono se les advirtió:
 “¡No intenten entrar, en cuanto den un paso más les lanzaremos cultivos de virus y bacterias que les causarán la muerte…, van a vomitar, se van a retorcer de dolor, no den un paso más, retírense…!”

No había tales cultivos mortíferos, fue un recurso de defensa psicológica, pero sirvió para contener a la tropa por algunos minutos. Hasta que algún mando dio la orden de avanzar.

La defensa del Casco de Santo Tomás fue una clara expresión de rebeldía popular, fue una forma de mostrar al poder que no estábamos ya dispuestos a dejarnos golpear y humillar sin responder a la agresión. No saldríamos dócilmente de las escuelas levantando los brazos, entregándolas sin resistencia. Las defenderíamos mientras fuera posible. Eso lo comprendieron bien los vecinos y ayudaron en todas las formas que les fueron posibles.

Las azoteas de las vecindades fueron lugar de refugio, pero también puestos de observación para advertir los movimientos de las fuerzas represivas. Otras fueron también proveedoras de envases, gasolina, estopa para hacer las “molotovs”.

A las filas estudiantiles se sumaron los jóvenes de Tlatilco, Xochimanca, Santa María la Ribera y habitantes de los vagones de ferrocarril convertidos en viviendas, junto al deportivo Plan Sexenal.

El apoyo popular en el rumbo del Casco fue además como una revancha de la gente por los agravios sufridos diez años atrás, cuando fue reprimida la huelga ferrocarrilera, pues ahí, en Pantaco, en Nonoalco, en Tlatilco, la Obrero-Popular y otros barrios proletarios vivían muchos trabajadores del riel que no olvidaban a sus camaradas asesinados, torturados, encarcelados. Saber que los estudiantes reclamábamos la libertad de todos los presos políticos, Demetrio Vallejo y Valentín Campa entre ellos, fue suficiente para que su apoyo se diera de manera rotunda.

Los barrios populares cercanos a Zacatenco, Tlatelolco y el Casco de Santo Tomás aportaron gran número de combatientes, pues las pandillas de jóvenes que los habitan tomaron parte activa en los enfrentamientos contra la policía. Quizá no convencidos de los motivos de nuestra lucha, pero sí con mucho coraje contra los uniformados que cotidianamente los hostigan con redadas por el único delito de jugar la “cascarita” de fútbol en la calle o por libarse una “chela” en la tienda de la esquina. Pero además estaba muy claro que para los policías lo que menos importaba era “preservar la ley y el orden”, ese era el mero pretexto. Las redadas en los barrios eran asaltos a mano armada. A lo que llegaban era a extorsionar.

Al siguiente día, la prensa, la radio y la TV daban cuenta de “sangrientos combates” contra las “fuerzas del orden”. Los estudiantes y pueblo que nos apoyó fuimos acusados de vándalos, la autodefensa fue presentada como “guerrilla urbana”, la invasión militar se justificaba para desalojar a los “grupos radicales” que se habían apoderado de los planteles, convirtiéndolos en “reductos sediciosos” desde donde se sembraba el ‘caos’ y el ‘desorden’ en la ciudad, rompiendo con el “orden constitucional”. Así, esta criminal acción militar se presentaba como una proeza patriótica de los “heroicos juanes”. Y se preparaba a la “opinión pública” para algo peor. Nueve días después supimos hasta dónde estaba dispuesto a llegar Díaz Ordaz.