Del bloqueo como una de las bellas artes

A partir de los textos adjuntos reflexionamos el momento que vive la lucha social en México. Con Giorgio Agamben buscamos los rostros y los modos del "estado de seguridad", régimen policíaco y terrorista que pretende disciplinar a la sociedad para beneplácito y beneficio de capitalistas y gobernantes. Con el Comité invisible indagamos la potencia de poner el cuerpo para bloquear el poder "infraestructural" del capitalismo contemporáneo. Todo ello en una lectura de situación acerca de la lucha magisterial - popular y los intentos del gobierno federal para neutralizarla.

Emisión del 29 de junio de 2016

Emisión del 12 de julio de 2016


Del estado de derecho al estado de seguridad

Giorgio Agamben

No es posible comprender lo que realmente se juega en la prolongación del estado de emergencia en Francia si no se lo sitúa en el contexto de una transformación del modelo estatal que nos es familiar. Es crucial, primero que nada, desmentir el propósito de las mujeres y hombres políticos irresponsables, según los cuales el estado de emergencia sería un escudo para la democracia.

Los historiadores saben perfectamente que lo que es cierto es lo contrario. El estado de emergencia es justamente el dispositivo mediante el cual los poderes totalitarios se instalaron en Europea. Así, en los años que precedieron a la toma del poder por Hitler, los gobiernos socialdemócratas de Weimar habían recurrido tan a menudo al estado de emergencia (estado de excepción, como se lo nombra en alemán) que se pudo decir que Alemania había dejado de ser, antes de 1933, una democracia parlamentaria.

Ahora bien, la primera acción de Hitler, después de su nombramiento, fue proclamar un estado de emergencia, que jamás fue revocado. Cuando la gente se sorprende de los crímenes que pudieron cometerse impunemente en Alemania por los nazis, se olvida de que estos actos eran perfectamente legales, porque el país estaba sometido al estado de excepción y las libertades individuales estaban suspendidas.

No vemos por qué un escenario semejante no podría repetirse en Francia: imaginamos sin dificultad un gobierno de extrema derecha sirviéndose para sus fines de un estado de emergencia al que gobiernos socialistas han habituado a partir de ahora a los ciudadanos. En un país que vive en un estado de emergencia prologando, y en el que las operaciones de policía sustituyen progresivamente al poder judicial, cabe aguardar una degradación rápida e irreversible de las instituciones públicas.

Mantener el miedo

Esto es tanto más cierto que el estado de emergencia se inscribe, hoy en día, en el proceso que está haciendo evolucionar las democracias occidentales hacia algo que hay que llamar, ya mismo, Estado de seguridad («Security State», como dicen los politólogos estadounidenses).

La palabra «seguridad» ha entrado tanto en el discurso político que se puede decir, sin temor a equivocarse, que las «razones de seguridad» han tomado el lugar de aquello que se llamaba, en otro tiempo, la «razón de Estado». Hace falta, sin embargo, un análisis de esta nueva forma de gobierno. Como el Estado de seguridad no atañe ni al Estado de derecho ni a aquello que Michel Foucault llamaba las «sociedades de disciplina», conviene arrojar aquí algunas referencias con miras a una posible definición.

En el modelo del británico Thomas Hobbes, quien ha influenciado tan profundamente nuestra filosofía política, el contrato que transfiere los poderes al soberano presupone el miedo recíproco y la guerra de todos contra todos: el Estado es aquello que viene precisamente a poner fin al miedo. En el Estado de seguridad, este esquema se invierte: el Estado se funda duraderamente en el miedo y debe, a toda costa, mantenerlo, pues extrae de él su función esencial y su legitimidad.

Ya Foucault había mostrado que, cuando la palabra «seguridad» aparece por primera vez en Francia en el discurso político con los gobiernos fisiócratas antes de la Revolución, no se trataba de prevenir las catástrofes y las hambrunas, sino de dejarlas advenir para poder a continuación gobernarlas y orientarlas a una dirección que se estimaba beneficiosa.

Ausencia de cualquier sentido jurídico

De igual modo, la seguridad que está en cuestión hoy no apunta a prevenir los actos de terrorismo (lo cual es, por lo demás, extremadamente difícil, si no imposible, porque las medidas de seguridad sólo son eficaces después del golpe, y el terrorismo es, por definición, una serie de primeros golpes), sino a establecer una nueva relación con los hombres, que es la de un control generalizado y sin límites — de ahí la insistencia particular en los dispositivos que permiten el control total de los datos informáticos y comunicacionales de los ciudadanos, incluyendo la retención integral del contenido de las computadoras.

El riesgo, el primero que nosotros levantamos, es la deriva hacia la creación de una relación sistémica entre terrorismo y Estado de seguridad: si el Estado necesita el miedo para legitimarse, es entonces necesario, en última instancia, producir el terror o, al menos, no impedir que se produzca. Se ve así a los países proseguir una política extranjera que alimenta el terrorismo que se debe combatir en el interior y mantener relaciones cordiales e incluso vender armas a Estados de los que se sabe que financian las organizaciones terroristas.

Un segundo punto, que es importante captar, es el cambio del estatuto político de los ciudadanos y del pueblo, que se suponía que es que el titular de la soberanía. En el Estado de seguridad, vemos producirse una tendencia irreprimible hacia aquello que bien hay que llamar una despolitización progresiva de los ciudadanos, cuya participación en la vida política se reduce a los sondeos electorales. Esta tendencia es tanto más inquietante que había sido teorizada por los juristas nazis, quienes definen al pueblo como un elemento esencialmente impolítico, cuya protección y crecimiento debe asegurar el Estado.

Ahora bien, según estos juristas, hay una sola manera de volver político este elemento impolítico: mediante la igualdad de ascendencia y raza, que va a distinguirlo del extranjero y del enemigo. No se trata aquí de confundir el Estado nazi y el Estado de seguridad contemporáneo: lo que hay que comprender es que, si se despolitiza a los ciudadanos, ellos no pueden salir de su pasividad más que si se los moviliza mediante el miedo contra un enemigo que no le sea solamente externo (eran los judíos en Alemania, son los musulmanes en Francia hoy en día).

Incertidumbre y terror

Es en este marco donde hay que considerar el siniestro proyecto de deterioro de la nacionalidad para los ciudadanos binacionales, que recuerda a la ley fascista de 1929 sobre la desnacionalización de los «ciudadanos indignos de la ciudadanía italiana» y las leyes nazis sobre la desnacionalización de los judíos.

Un tercer punto, cuya importancia no hay que subestimar, es la transformación radical de los criterios que establecen la verdad y la certeza en la esfera pública. Lo que impresiona en primer lugar a un observador atento a los informes de los crímenes terroristas es la renuncia integral al establecimiento de la certeza judicial.

Mientras en un Estado de derecho es entendido que un crimen sólo puede ser certificado con una investigación judicial, bajo el paradigma seguritario uno debe contentarse con lo que dicen de él la policía y los medios de comunicación que dependen de ésta — es decir, dos instancias que siempre han sido consideradas como poco fiables.

De ahí la vaguedad increíble y las contradicciones patentes en las reconstrucciones apresuradas de los eventos, que eluden adrede toda posibilidad de verificación y de falsificación y que se parecen más a chismorreos que a investigaciones. Esto significa que al Estado de seguridad le interesa que los ciudadanos —cuya protección debe asegurar— permanezcan en la incertidumbre sobre aquello que los amenaza, porque la incertidumbre y el terror van de la mano.

Despolitización de los ciudadanos

Es la misma incertidumbre que se encuentra en el texto de la ley del 20 de noviembre sobre el estado de emergencia, que se refiere a «toda persona hacia la cual existan serias razones de pensar que su comportamiento constituye una amenaza para el orden público y la seguridad». Es completamente evidente que la fórmula «serias razones de pensar» no tiene ningún sentido jurídico y, en cuanto que remite a lo arbitrario de aquel que «piensa», puede aplicarse en todo momento a cualquiera. Ahora bien, en el Estado de seguridad, estas fórmulas indeterminadas, que siempre han sido consideradas por los juristas como contrarias al principio de la certeza del derecho, devienen la norma.

La misma imprecisión y los mismos equívocos resurgen en las declaraciones de las mujeres y hombres políticos, según los cuales Francia estaría en guerra contra el terrorismo. Una guerra contra el terrorismo es una contradicción en los términos, pues el estado de guerra se define precisamente por la posibilidad de identificar de manera certera al enemigo que se debe combatir. Desde la perspectiva seguritaria, el enemigo debe —por el contrario— permanecer en lo vago, para que cualquiera —en el interior, pero también en el exterior— pueda ser identificado como tal.

Mantenimiento de un estado de miedo generalizado, despolitización de los ciudadanos, renuncia a toda certeza del derecho: éstas son tres características del Estado de seguridad, que son suficientes para inquietar a las mentes. Pues esto significa, por un lado, que el Estado de seguridad en el que estamos deslizándonos hace lo contrario de lo que promete, puesto que —si seguridad quiere decir ausencia de cuidado (sine cura)— mantiene, en cambio, el miedo y el terror. El Estado de seguridad es, por otro lado, un Estado policiaco, ya que el eclipse del poder judicial generaliza el margen discrecional de la policía, la cual, en un estado de emergencia devenido normal, actúa cada vez más como soberano.

Mediante la despolitización progresiva del ciudadano, devenido en cierto sentido un terrorista en potencia, el Estado de seguridad sale al fin del dominio conocido de la política, para dirigirse hacia una zona incierta, donde lo público y lo privado se confunden, y cuyas fronteras provocan problemas para definirlas.

Traducción para Artillería Inmanente de «De l’Etat de droit à l’Etat de sécurité», publicado en Le Monde el 23 de diciembre de 2015.


El poder es logístico. ¡Bloqueemos todo!

Capítulo 4 de A nuestros amigos, escrito por el Comité Invisible

El poder es logístico. ¡Bloqueemos todo!

1. Que el poder reside ahora en las infraestructuras. 2. De la diferencia entre organizar y organizarse. 3. Del bloqueo. 4. De la investigación.

1. Ocupación de la Kasba en Túnez, plaza Sintagma en Atenas, sede de Westminster en Londres durante el movimiento estudiantil de 2011, cerco del parlamento en Madrid el 25 de septiembre de 2012 o en Barcelona el 15 de junio de 2011, motines a las afueras de la Cámara de Diputados en Roma el 14 de diciembre de 2010, tentativa el 15 de octubre de 2011 en Lisboa de invadir la Assembleia da República, incendio de la sede de la presidencia bosnia en febrero de 2014: los lugares del poder institucional ejercen una atracción magnética sobre los revolucionarios. Pero cuando los insurrectos consiguen invadir los parlamentos, los palacios presidenciales y otras sedes de las instituciones, como en Ucrania, en Libia o en Wisconsin, es para descubrir lugares vacíos, vacíos de poder, y con muebles de mal gusto. No es para impedir al “pueblo” “tomar el poder” que se le prohíbe a éste tan ferozmente invadirlos, sino para impedirle darse cuenta de que el poder no reside ya en las instituciones. En ellas sólo hay templos desiertos, fortalezas en desuso, simples decoraciones; y verdaderos señuelos de revolucionarios . El impulso popular de invadir la escena para descubrir lo que pasa entre bastidores tiene vocación de ser decepcionante. Incluso los más fervientes complotistas, si tuvieran acceso a ellos, no descubrirían ningún arcano; la verdad es que el poder simplemente no es ya esa realidad teatral a la que la modernidad nos acostumbró.

Sin embargo, la verdad respecto a la localización efectiva del poder no está para nada oculta; somos únicamente nosotros quienes rechazamos verla en la medida en que eso vendría a desilusionar nuestras más confortables certezas. Basta con asomarse a los billetes emitidos por la Unión Europea para percatarse de esta verdad. Ni los marxistas ni los economistas neoclásicos han podido nunca admitirlo, pero es un hecho arqueológicamente establecido: la moneda no es un instrumento económico, sino una realidad esencialmente política. Jamás se ha visto moneda que no esté adosada a un orden político susceptible de garantizarla. Es por esto, también, que las divisas de los diferentes países portan tradicionalmente la figura personal de los emperadores, de los grandes hombres de Estado, de los padres fundadores o las alegorías de carne y hueso de la nación. Ahora bien, ¿quién figura en los billetes de euros? No figuras humanas, no insignias de una soberanía personal, sino puentes, acueductos, arcos: arquitecturas impersonales cuyo corazón está vacío. De la verdad respecto a la naturaleza presente del poder, cada europeo tiene un ejemplar impreso en su bolsillo. Ella se formula así: el poder reside ahora en las infraestructuras de este mundo. El poder contemporáneo es de naturaleza arquitectural e impersonal, y no representativa y personal. El poder tradicional era de naturaleza representativa: el papa era la representación de Cristo en la Tierra, el rey, de Dios, el Presidente, del pueblo, y el Secretario General del Partido, del proletariado. Toda esta política personal ha muerto, y es por esto que unos cuantos tribunos que sobreviven en la superficie del globo divierten más de lo que gobiernan. El personal político está efectivamente compuesto de payasos de mayor o menor talento; de ahí el éxito fulminante del miserable Beppe Grillo en Italia o del siniestro Dieudonné en Francia. Con todo, ellos saben al menos divertirte, es incluso su trabajo. Por eso, reprochar a los políticos “no representarnos” no hace sino mantener una nostalgia, además de no decir nada nuevo. Los políticos no están ahí para ello, están ahí para distraernos, ya que el poder está en otra parte. Y es esta justa intuición lo que se vuelve locura en todos los conspiracionismos contemporáneos. El poder está por mucho en otra parte, en otra parte que en las instituciones, pero sin embargo no está oculto. O si lo está, lo está como la Carta robada de Poe. Nadie lo ve porque todos lo tienen, en todo momento, ante sus ojos: bajo la forma de una línea de alta tensión, de una autopista, de una glorieta, de un supermercado o de un software de computadora. Y si está oculto, es como una red de alcantarillas, un cable submarino, fibra óptica corriendo a lo largo de una línea de tren o un data center en pleno bosque. El poder es la organización misma de este mundo, este mundo ingeniado, configurado, diseñado. Aquí radica el secreto, y es que no hay ninguno.

El poder es ahora inmanente a la vida tal como ésta es organizada tecnológica y mercantilmente. Tiene la apariencia neutra de los equipos o de la página blanca de Google. Quien determina el agenciamiento del espacio, quien gobierna los medios y los ambientes, quien administra las cosas, quien gestiona los accesos, gobierna a los hombres. El poder contemporáneo se ha hecho el heredero, por un lado, de la vieja ciencia de la policía, que consiste en velar “por el bienestar y la seguridad de los ciudadanos”, y, por el otro, de la ciencia logística de los militares, tras convertir el “arte de mover los ejércitos” en el arte de asegurar la continuidad de las redes de comunicación y la movilidad estratégica. Absorbidos en nuestra concepción lingüística de la cosa pública, de la política, hemos continuado discutiendo mientras que las verdaderas decisiones eran ejecutadas ante nuestros ojos. Es en estructuras de acero que se escriben las leyes contemporáneas, y no con palabras. Toda la indignación de los ciudadanos sólo puede conseguir chocar su frente aturdida contra el hormigón armado de este mundo. El gran mérito de la lucha contra el TAV en Italia consiste en haber captado con tanta claridad todo lo que se jugaba de político en una simple construcción pública. Es, simétricamente, lo que ningún político puede admitir. Como ese Bersani que replicaba un día a los No TAV: “Después de todo, sólo se trata de una línea de tren, no de un bombardero.” “Una construcción vale por un batallón”, evaluaba no obstante el mariscal Lyautey, quien no tenía competidor para “pacificar” las colonias. Si en todas partes del mundo, desde Rumania hasta Brasil, se multiplican las luchas contra los grandes proyectos de equipamiento, es que esta intuición está imponiéndose por sí misma.

Quien quiera emprender cualquier cosa contra el mundo existente, tiene que partir de esto: la verdadera estructura del poder es la organización material, tecnológica, física de este mundo. El gobierno no está más en el gobierno. Las “vacaciones del poder” que han durado más de un año en Bélgica lo atestiguan inequívocamente: el país ha podido prescindir de gobierno, de representante elegido, de parlamento, de debate político, de asuntos electorales, sin que nada de su funcionamiento normal quede afectado. Idénticamente, Italia marcha desde hace años de “gobierno técnico” en “gobierno técnico”, y nadie se conmueve de que esta expresión se remonte al Manifiesto-programa del Partido Político Futurista de 1918, que incubó a los primeros fascistas.

El poder, ahora, es el orden mismo de las cosas, y la policía tiene a su cargo defenderlo. No resulta simple pensar un poder que consiste en unas infraestructuras, en los medios para hacerlas funcionar, para controlarlas y erigirlas. Cómo oponerse a un orden que no se formula, que se construye paso a paso y sin rodeos. Un orden que se ha incorporado en los objetos mismos de la vida cotidiana. Un orden cuya constitución política es su constitución material. Un orden que se da menos en las palabras del presidente que en el silencio del funcionamiento óptimo. Cuando el poder se manifestaba por edictos, leyes y reglamentos, dejaba abierta la crítica. Pero no se critica un muro, se lo destruye o se le hace un grafiti. Un gobierno que dispone la vida a través de sus instrumentos y acondicionamientos, cuyos enunciados asumen la forma de una calle bordeada de conos y resguardada de cámaras, sólo exige, la mayoría de las veces, una destrucción, a su vez, sin rodeos. De este modo, dirigirse contra el marco de la vida cotidiana se ha vuelto un sacrilegio: es semejante a violar su constitución. El recurso indiscriminado a los destrozos en los motines urbanos indica a la vez la consciencia de este estado de cosas, y una relativa impotencia frente a él. El orden enmudecido e incuestionable que materializa la existencia de una parada de autobús desgraciadamente no yace muerto en trozos una vez que queda destruido. La teoría de las ventanas rotas está todavía de pie cuando se han roto todos los escaparates. Todas las proclamaciones hipócritas sobre el carácter sagrado del “medio ambiente”, toda la santa cruzada por su defensa, sólo se esclarece a la luz de esta novedad: el poder se ha vuelto él mismo medioambiental , se ha fundido en la decoración. Es a él a quien se llama a defender en todos los llamados oficiales a “preservar el medio ambiente”, y no a los pececitos.

2. La vida cotidiana no siempre ha sido organizada. Para esto ha hecho falta, primero, desmantelar la vida, comenzando por la ciudad. Se ha descompuesto la vida y la ciudad en funciones, según las “necesidades sociales”. El barrio de oficinas, el barrio de fábricas, el barrio residencial, los espacios de relajación, el barrio de moda donde uno se divierte, el lugar donde uno come, el lugar donde uno labora, el lugar donde uno liga, y el coche o el autobús para unir todo esto, son el resultado de un trabajo de puesta en forma de la vida que es el estrago de toda forma de vida. Ha sido conducido con método, durante más de un siglo, por toda una casta de organizadores, toda una armada gris de mánagers. Se ha disecado la vida y el hombre en un conjunto de necesidades, y después se ha organizado su síntesis. Poco importa que esta síntesis haya tomado el nombre de “planificación socialista” o de “mercado”. Poco importa que esto haya acabado en el fracaso de las nuevas ciudades o en el éxito de los barrios hipsters. El resultado es el mismo: desierto y anemia existencial. No queda nada de una forma de vida una vez que se la ha descompuesto en órganos. De ahí proviene, a la inversa, la alegría palpable que desbordaban las plazas ocupadas de la Puerta del Sol, de Tahrir, de Gezi o la atracción ejercida, a pesar de los infernales lodos del bosquecillo de Nantes, por la ocupación de las tierras en Notre-Dame-des-Landes. De ahí la alegría que se vincula a toda comuna. Suele ocurrir que la vida deje de estar cortada en trozos conectados. Dormir, luchar, comer, cuidarse, hacer una fiesta, conspirar, debatir, dependen de un solo movimiento vital. No todo está organizado, todo se organiza. La diferencia es notable. Uno apela a la gestión, otro a la atención: disposiciones altamente incompatibles.

Relatando los levantamientos aimaras a comienzos de los años 2000 en Bolivia, Raúl Zibechi, un activista uruguayo, escribe: “En estos movimientos la organización no está separada de la vida cotidiana, es la vida cotidiana desplegada como acción insurreccional.” Constata que en los barrios de El Alto, en 2003, “un ethos comunal sustituyó el anterior ethos sindical”. Esto es lo que explica en qué consiste la lucha contra el poder infraestructural. Quien dice infraestructura dice que la vida ha sido separada de sus condiciones. Que se han puesto condiciones a la vida. Que ésta depende de factores sobre los cuales no hay ya un punto de agarre. Que se ha hundido. Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable, a merced de quien las gestione. El nihilismo metropolitano es sólo una manera bravucona de no admitirlo. Por el contrario, esto esclarece lo que se busca en las experimentaciones en curso en tantas aldeas y ciudades del mundo entero, y los escollos inevitables. No un retorno a la tierra, sino un retorno sobre tierra. Lo que conforma la fuerza de ataque de las insurrecciones, su capacidad de asolar duraderamente la infraestructura del adversario, es justamente su nivel de autoorganización de la vida común. Que uno de los primeros reflejos de Occupy Wall Street haya sido ir a bloquear el puente de Brooklyn o que la Comuna de Oakland haya tratado de paralizar con varios miles de personas el puerto de la ciudad durante la huelga general del 12 de diciembre de 2011, dan testimonio del vínculo intuitivo entre autoorganización y bloqueo. La fragilidad de la autoorganización que se esbozaba apenas en esas ocupaciones no debía permitir empujar esas tentativas más lejos. De manera inversa, las plazas Tahrir y Taksim son nodos centrales de la circulación de automóviles en El Cairo y Estambul. Bloquear esos flujos, era abrir la situación. La ocupación era inmediatamente bloqueo. De ahí su capacidad para desarticular el reino de la normalidad en la totalidad de una metrópoli. En un nivel distinto, es difícil no hacer la conexión entre el hecho de que los zapatistas se propongan actualmente vincular respectivamente 29 luchas de defensa contra proyectos de minas, carreteras, centrales eléctricas y represas que implican a diferentes pueblos indígenas de todo México, y de que ellos mismos hayan pasado los diez últimos años dotándose de todos los medios posibles para su autonomía con respecto a los poderes tanto federales como económicos.

3. Un cartel del movimiento contra la ley de contrato de primer empleo en Francia (CPE) en 2006, decía: “Es por los flujos que este mundo se mantiene. ¡Bloqueemos todo!” Esta consigna llevada, en ese tiempo, por una minoría de un movimiento él mismo minoritario, incluso si tuvo un aspecto “triunfante”, ha conocido una notable fortuna desde entonces. En 2009, el movimiento contra la “pwofitasyon” que paralizó toda Guadalupe, lo aplicó en grandes proporciones. Posteriormente hemos visto cómo la práctica del bloqueo, durante el movimiento francés contra la reforma de las pensiones, en el otoño de 2010, se volvía la práctica de lucha elemental, aplicándose paralelamente a un depósito de carburante, un centro comercial, una estación de tren o un sitio de producción. Esto es lo que revela a un determinado estado del mundo.

Que el movimiento francés contra la reforma de las pensiones haya tenido como corazón el bloqueo de las refinerías no es un hecho políticamente despreciable. Las refinerías fueron desde finales de los años 1970 la vanguardia de aquello que se denominaba entonces las “industrias de procesos”, las industrias “de flujos”. Se puede decir que el funcionamiento de la refinería ha servido desde entonces como modelo para la reestructuración de la mayoría de las fábricas. Por lo demás, ya no hay que hablar de fábricas, sino de sitios, de sitios de producción. La diferencia entre la fábrica y el sitio es que una fábrica es una concentración de obreros, de saber-hacer, de materias primas, de stocks; un sitio es sólo un nodo sobre un mapa de flujos productivos. Siendo su único rasgo común que lo que sale tanto de una como de otro ha sufrido una cierta transformación, respecto a aquello que ha entrado en ambos. La refinería es el lugar donde primero se trastornó la relación entre trabajo y producción. El obrero, o más bien el operador, no tiene en ella ni siquiera por tarea el mantenimiento o la reparación de las máquinas, que están generalmente confiadas a interinos, sino simplemente el desplegar una determinada vigilancia en torno a un proceso de producción totalmente automatizado. Es un indicador que se enciende y que no debería hacerlo. Es un gorgoteo anormal en una canalización. Es un humo que se escapa de manera extraña, o que no tiene el ritmo que haría falta. El obrero de refinería es una especie de vigilante de máquinas, una figura ociosa de la concentración nerviosa. Y lo mismo está sucediendo, tendencialmente, con un buen número de los sectores de la industria en Occidente a partir de ahora. El obrero clásico se asimilaba gloriosamente al Productor: aquí la relación entre trabajo y producción está, de manera completamente simple, invertida. Sólo hay trabajo cuando la producción se detiene, cuando un disfuncionamiento le pone trabas y es necesario remediarlo. Los marxistas pueden conseguirse nuevos atuendos: el proceso de valorización de la mercancía, desde la extracción hasta el surtidor, coincide con el proceso de circulación, que a su vez coincide con el proceso de producción, el cual, por otra parte, depende en tiempo real de las fluctuaciones finales del mercado. Decir que el valor de la mercancía cristaliza el tiempo de trabajo del obrero fue una operación política tan fructífera como falaz. Tanto en una refinería como en cualquier fábrica perfectamente automatizada, se ha vuelto una marca de ironía ofensiva. Den otros diez años a China, diez años de huelgas y de reivindicaciones obreras, y pasará lo mismo. Por supuesto, no se considerará despreciable el hecho de que los obreros de las refinerías estén desde hace mucho tiempo entre los mejores pagados de la industria, y que sea en ese sector donde fue primero experimentado, por lo menos en Francia, aquello que por eufemismo se llama la “fluidificación de las relaciones sociales”, particularmente sindicales.

Durante el movimiento contra la reforma de las pensiones, la mayoría de los depósitos de carburantes de Francia fueron bloqueados no por algunos de sus obreros, sino por profesores, estudiantes, conductores, trabajadores de correos, desempleados. Esto no radica en que esos obreros no tenían derecho a hacerlo. Es sólo porque en un mundo donde la organización de la producción es descentralizada, circulante y ampliamente automatizada, donde cada máquina no es ya sino un eslabón en un sistema integrado de máquinas que la subsume, donde este sistema-mundo de máquinas, de máquinas que producen máquinas, tiende a unificarse cibernéticamente, cada flujo particular es un momento de la reproducción del conjunto de la sociedad del capital. Ya no hay “esfera de la reproducción”, de la fuerza de trabajo o de las relaciones sociales, que sería distinta de la “esfera de la producción”. Esta última, por otra parte, no es ya una esfera, sino más bien la trama del mundo y de todas las relaciones. Atacar físicamente esos flujos, en cualquier punto, equivale por tanto a atacar políticamente el sistema en su totalidad. Si el sujeto de la huelga era la clase obrera, el del bloqueo es perfectamente cualquiera. Es quien sea, quien sea que se decida a bloquear; y a tomar así partido contra la presente organización del mundo.

Casi siempre, es en el momento en que alcanzan su grado de sofisticación máxima cuando las civilizaciones se desmoronan. Cada cadena de producción se amplía hasta un determinado nivel de especialización por determinado número de intermediarios, que basta con que uno solo desaparezca para que el conjunto de la cadena se encuentre con ello paralizada, incluso destruida. Las fábricas Honda en Japón conocieron hace tres años los más largos períodos de paro técnico desde los años 1960, simplemente porque el proveedor de un chip particular había desaparecido en el terremoto de marzo de 2011, y nadie más era susceptible de producirlo.

En la manía de bloquear todo que acompaña ahora a cada movimiento de magnitud, hay que leer un claro giro radical de la relación con el tiempo. Observamos el futuro así como el Ángel de la Historia de Walter Benjamin observaba el pasado. “En lo que nos aparece como una cadena de acontecimientos, no ve él sino una sola y única catástrofe, que amontona sin cesar ruinas sobre ruinas arrojándolas a sus pies.” El tiempo que transcurre sólo es percibido ya como una lenta progresión hacia un final probablemente espantoso. Cada década por venir es aprehendida como un paso más hacia el caos climático, del que todos han comprendido perfectamente que se trataba de la verdad del enfermizo “calentamiento global”. Los metales pesados continuarán, día tras día, acumulándose en la cadena alimenticia, al igual que se acumulan los nucleídos radioactivos y tantas otras fuentes de contaminación invisibles aunque fatales. Por eso hace falta ver cada tentativa de bloquear el sistema global, cada movimiento, cada revuelta, cada levantamiento, como una tentativa vertical de detener el tiempo, y de bifurcar hacia una dirección menos fatal.

4. No es la debilidad de las luchas lo que explica el desvanecimiento de toda perspectiva revolucionaria; es la ausencia de perspectiva revolucionaria creíble lo que explica la debilidad de las luchas. Obsesionados como estamos por una idea política de la revolución, hemos descuidado su dimensión técnica. Una perspectiva revolucionaria no se dirige ya a la reorganización institucional de la sociedad, sino a la configuración técnica de los mundos . En cuanto tal, es una línea trazada en el presente, no una imagen que flota en el futuro. Si queremos recobrar una perspectiva, nos será crucial unir la constatación difusa de que este mundo no puede seguir durando con el deseo de construir uno mejor. Porque si este mundo se mantiene, es primero gracias a la dependencia material en la que cada uno está mano a mano con el buen funcionamiento general de la máquina social, simplemente para sobrevivir. Nos hace falta disponer de un conocimiento técnico profundo de la organización de este mundo; un conocimiento que permita a la vez poner fuera de uso las estructuras dominantes y reservarnos el tiempo necesario para la organización de una desconexión material y política con respecto al curso general de la catástrofe, desconexión que no esté atormentada por el espectro de la penuria, por la urgencia de la supervivencia. Para decirlo lisa y llanamente: en la medida en que no sepamos cómo prescindir de las centrales nucleares y mientras desmantelarlas sea un negocio para quienes las quieren eternas, aspirar a la abolición del Estado continuará haciendo sonreír; en la medida en que la perspectiva de un levantamiento signifique penuria segura de cuidados, de alimento o de energía, no existirá ningún movimiento de masas decidido. En otros términos: nos hace falta reemprender un trabajo meticuloso de investigación. Nos hace falta ir al encuentro, en todos los sectores, sobre todos los territorios en que habitamos, de aquellos que disponen de los saberes técnicos estratégicos. Es sólo a partir de aquí que algunos movimientos se atreverán verdaderamente a “bloquear todo”. Es sólo a partir de aquí que se liberará la pasión de la experimentación de otra vida, pasión técnica en amplia medida que se asemeja al cambio radical de la puesta bajo dependencia tecnológica de todos. Este proceso de acumulación de saber, de establecimiento de complicidades en todos los dominios, es la condición de un retorno serio y masivo de la cuestión revolucionaria.

“El movimiento obrero no fue vencido por el capitalismo, sino por la democracia”, decía Mario Tronti. También fue vencido por no haber conseguido apropiarse lo esencial de la potencia obrera. Lo que hace al obrero no es su explotación por un patrón, explotación que comparte con cualquier otro asalariado. Lo que hace positivamente al obrero es su dominio técnico, encarnado, de un mundo de producción particular. Hay en ello una inclinación a la vez sabia y popular, un conocimiento apasionado que constituía la riqueza propia del mundo obrero antes de que el capital, viendo el peligro contenido ahí y no sin haber chupado previamente todo ese conocimiento, decidiera hacer de los obreros unos operadores, vigilantes y agentes de mantenimiento de máquinas. Pero incluso aquí, la potencia obrera permanece: quien sabe hacer funcionar un sistema sabe también sabotearlo eficazmente. Ahora bien, nadie puede de manera individual dominar el conjunto de las técnicas que permiten al sistema actual reproducirse. Esto, sólo una fuerza colectiva puede hacerlo. Construir una fuerza revolucionaria, hoy en día, consiste justamente en esto: articular todos los mundos y todas las técnicas revolucionariamente necesarias, agregar toda la inteligencia técnica a una fuerza histórica y no a un sistema de gobierno.

El fracaso del movimiento francés de lucha contra la reforma de las pensiones en el otoño de 2010 nos ha proporcionado la amarga lección de ello: si la CGT (Confédération Générale du Travail) llevó la delantera sobre toda la lucha, fue en virtud de nuestra insuficiencia sobre ese plano. Le bastó con hacer del bloqueo de las refinerías, sector donde aquélla es hegemónica, el centro de gravedad del movimiento. A partir de entonces le estaba permitido en cualquier momento pitar el final del juego, reabriendo las compuertas de las refinerías y liberando así toda presión sobre el país. Lo que hizo entonces falta al movimiento es justamente un conocimiento mínimo del funcionamiento material de este mundo, conocimiento que se encuentra disperso entre las manos de los obreros, concentrado en la cabeza de chorlito de algunos ingenieros y ciertamente puesta en común, del lado adverso, en alguna oscura instancia militar. Si se hubiera sabido destrozar el abastecimiento de lacrimógenos de la policía, o si se hubiera sabido interrumpir un solo día la propaganda televisiva, si se hubiera sabido privar a las autoridades de electricidad, podríamos estar seguros de que las cosas no habrían terminado tan penosamente. Hace falta, por lo demás, considerar que la principal derrota política del movimiento consistió en conceder al Estado, bajo la forma de órdenes prefectorales, la prerrogativa estratégica de determinar quién tendría gasolina y quién estaría privado de ella.

“Si hoy en día te quieres quitar de encima a alguien, tienes que atacar sus infraestructuras”, escribe de manera muy precisa un universitario estadounidense. Desde la Segunda Guerra Mundial, el ejército aéreo estadounidense no ha dejado de desarrollar la idea de “guerra infraestructural”, viendo en los servicios civiles más banales los mejores blancos para poner de rodillas a sus adversarios. Además, esto explica que las infraestructuras estratégicas de este mundo estén rodeadas de un creciente secreto. Para una fuerza revolucionaria, no tiene ningún sentido saber bloquear la infraestructura del adversario si no sabe hacerla funcionar, en caso requerido, en su beneficio. Saber destruir el sistema tecnológico supone experimentar y poner en marcha al mismo tiempo las técnicas que lo hacen superfluo. Volver sobre tierra es, para comenzar, dejar de vivir en la ignorancia de las condiciones de nuestra existencia.