Sigue con tu ruido eterno

A mi querido amigo Jaime Reyes (doblemente premiado con la presea Xavier Villaurrutia) lo conocí a finales del 86. Me lo presentó la poeta veracruzana Silvia Tomasa Rivera (premio nacional de poesía "Paula Allende" y premio nacional "Jaime Sabines" ).

A Jaime Reyes, riguroso y exigente poeta, le fascinaba Real de Catorce y "su poesía hecha canción"; frecuentaba los conciertos del Real y una ocasión mi hermana Julia Camargo (representante) lo invitó a participar a un concierto que tendríamos en el Teatro El Galeón; él aceptó fascinado y juntos armamos un programa de blues y poesía; los ensayos eran intensos, pero gozosos; después de estos, solíamos compartir en su casa la santa yerba de los poetas luminosos.

Nos hicimos grandes amigos, yo le mostraba mis papeles sin temor a su rigurosa crítica, y él a su vez, en un acto de generosa correspondencia, me compartía sus más recientes poemas (el privilegio de la primicia), pronto lo visitaba asiduamente en su casa o recorríamos las buenas cantinas, que lo son, por sus buenas botanas, y en todo momento hablábamos de literatura y sobre todo de poesía. Ambos gustábamos de la obra de James Joyce, particularmente de ’Ulises’; de T.S. Elliot, de Virginia Woolf, Ezra Pound, Wallace Stevens. Coincidíamos en que el poema críptico era un recurso literario poco apreciado.

Ya en escena, la voz gruesa de Jaime Reyes retumbó en las paredes del teatro al ritmo de "Un medio día triste", para después empezar yo, ese poema-canción con los solos bluseros de Iglesias y mi armónica; él no aparecería ante el público en todo el concierto, sólo su voz, que "con eso era más que suficiente", enfatizó con vehemencia en los ensayos.

Un domingo de caguamas y de yerba purísima, llegaron a mi casa Ricardo Castillo (excelente poeta tapatio), y Jaime Reyes; leeríamos nuestros papeles cada uno (una tradición entre poetas muy nutritiva, humilde y necesaria); Reyes, entró en un profundo trance y empezó a leer: "Estoy donde quiera a la hora del desastre porque contigo estoy, porque sin ti no estuviera"; yo pensé, para mí, el poeta tan humano que divino es, bracea en la realidad a diez metros de ella. Una vez terminado su poema, Jaime invitó a Ricardo Castillo a continuar con el rito; Ricardo sacó su libro y se puso de pié, "Mi amor vale un pelícano/ Un tostón de cacahuates que no tienen precio"; Ricardo gesticulaba con la plasticidad de un mimo; levantaba los brazos como alas de pelícano, era extraordinario escuchar su oratoria a ronco pecho; tanto él como Jaime, procuraban la ’lecture divine’, un acto antiguo de leer poesía que Gonzalo Rojas, poeta chileno, había desoxidado para bien de la humanidad; era maravilloso ver cómo el poema se corporeizaba; cómo flotaba en el aire como éter para impregnar la sala, las cortinas, la mesa: nuestros corazones.

Luego llegó mi turno, un tanto pedo, lancé: "Sueño que en mis bolsas cargo un puñado más de tiempo/ que no me voy a ir, que no me iré, que mi muerte es de juguete/ la única mentira que Dios no me perdona". Terminamos el pedazo de noche que quedaba, platicando y bebiéndonos el destino propio de tres almas valerosas.

Cuando Jaime se cambió de rumbo y casa, yo lo frecuentaba para trabajar mis poemas con él. Una noche toqué a la puerta de su departamento en una vecindad,allá por el periférico, pero nadie abrió; después supe por amigos que estaba gravemente enfermo de pulmonía por un tratamiento homeopático mal administrado (Jaime detestaba la alopatía); a los pocos días supe que había fallecido. Me invadió una tristeza que me llagó el corazón en pedazos, y lloré lágrimas fosfóricas que sólo el alma de un poeta de tal altura puede provocar. Dos días seguidos mis ojos se disolvieron en agua salada; para no ahogarme, tomé mi guitarra y compuse "Al poeta", canción dedicada a un amigo entrañable.

Blues y Luz

José Cruz. Octubre. 2013 M.R. Copyright.