Una Utopía realizada

Cuando la España revolucionaria vivía en anarquía

Por Frank Mintz* y Frédéric Goldbronn**

En tiempos en que los apóstoles del Santo Beneficio se perfuman de buena gana con un toque de Anarquista (1), resulta difícil imaginar la envergadura de la revolución libertaria encabezada por los trabajadores españoles en los territorios donde echaron por tierra el pronunciamiento de los generales contra la República en 1936. Nosotros los anarquistas, no fuimos a la guerra por el placer de defender a la república burguesa… No, si tomamos las armas fue para poner en práctica la revolución social (2), recuerda un ex miliciano de la Columna de Hierro (3).

La colectivización de extensos sectores de la industria, los servicios y la agricultura constituyó, en efecto, uno de los rasgos más sobresalientes de esta revolución. Esta elección tenía sus raíces en la fuerte politización de la clase obrera, que se organizó principalmente en la Confederación Nacional del Trabajo (CNT, anarco-sindicalista) y, en menor medida, en la Unión General de los Trabajadores (UGT, socialista).

En una España que entonces contaba con 24 millones de habitantes, el sindicato anarquista tenía más de 1 millón de adherentes y –caso único en la historia del sindicalismo– sólo un representante remunerado en todo el país. Algunos meses antes del golpe de Estado militar del 18 de junio de 1936, el Congreso de Zaragoza de la CNT (mayo de 1936) había adoptado una moción que no dejaba duda alguna sobre su concepción de la acción sindical: Una vez concluida la fase violenta de la revolución, se declararía abolida la propiedad privada, el Estado, el principio de autoridad y, en consecuencia, las clases que dividen a los hombres en explotadores y explotados, opresores y oprimidos. Una vez socializada la riqueza, cuando las organizaciones de productores por fin sean libres, tomarán a su cargo la administración directa de la producción y del consumo (4).

El programa fue aplicado en forma directa por los trabajadores, que no esperaron ninguna clase de directiva de sus “jefes”. Lo ejemplifica claramente la cronología de los sucesos de Cataluña. En Barcelona, el 17 de julio de 1936, los comités directivos de la CNT lanzaron un llamado a la huelga general que no incluía la consigna de colectivización. Sin embargo, a partir del 21 de julio, los ferroviarios catalanes colectivizaron los ferrocarriles. El 25 tocó el turno a los transportes urbanos, tranvías, el metro y autobuses; luego, el 26, a la electricidad y el 27 a las agencias marítimas. La industria metalúrgica fue reconvertida de inmediato con el fin de fabricar vehículos blindados y granadas para las milicias que partían a combatir en el frente de Aragón. En suma, en unos pocos días, el 70% de las empresas industriales y comerciales se habían convertido en propiedad de los trabajadores, en una Cataluña que concentraba dos tercios de la industria del país (5).

George Orwell, en su famoso Homenaje a Cataluña, describió aquel júbilo revolucionario: … el aspecto de Barcelona era asombroso y sobrecogedor. Era la primera vez en mi vida que estaba en una ciudad donde la clase trabajadora tenía el mando. Casi todos los edificios de alguna importancia habían sido tomados por los trabajadores y engalanados con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas… Todos los comercios, todos los bares, llevaban una inscripción que informaba su colectivización: se habían colectivizado hasta los limpiabotas, cuyos cajones estaban pintados de rojo y negro… De todo esto yo no entendía muchas cosas, y en cierto modo incluso no me agradaba aquello, pero supe al instante que era un estado de cosas por el cual valía la pena luchar (6).

Muchos son los extranjeros que, al igual que Franz Borkenau, experimentaron ese formidable poder de atracción de la revolución. En Spanish Cockpit (7), Borkenau refiere el caso de un joven empresario estadounidense cuyo negocio resultó arruinado por la revolución y que sin embargo mantiene una posición muy favorable hacia los anarquistas, a quienes admira por su desprecio por el dinero. Se niega a partir porque ama ese suelo, ama ese pueblo y poco le importa haber perdido sus bienes si el viejo orden de cosas se derrumba para dar lugar a una comunidad humana más elevada, más noble, más feliz.

En total, el movimiento de colectivización habría involucrado entre un millón y medio y dos millones y medio de trabajadores,(8) pero es difícil hacer un balance preciso: no existen estadísticas globales y muchos archivos fueron destruidos. De todos modos, podemos basarnos en datos fragmentarios que publicó la prensa, en particular la prensa sindical. Y en los numerosos testimonios de los actores y observadores del conflicto.

Esfuerzos de guerra

En las empresas colectivizadas, el director era reemplazado por un comité electo, compuesto por miembros de los sindicatos. El ex director podía seguir trabajando en la misma empresa, pero con un salario igual al de los demás empleados. En ciertos sectores, como en el de la industria de la madera, la actividad se unificó y reorganizó, desde la producción hasta la distribución, bajo la égida del sindicato. En la mayoría de las empresas de capitales extranjeros (como el teléfono y algunas grandes empresas metalúrgicas, textiles o agroalimentarias), aunque el propietario estadounidense, británico, francés, alemán o belga quedara oficialmente en su puesto para no incomodar a las democracias occidentales, un comité obrero asumía la gestión. Los bancos, si bien no fueron colectivizados, perdieron lo esencial de su autonomía de gestión en beneficio del gobierno. Este disponía así, de un importante medio de presión sobre las colectividades que padecían dificultades financieras.

El modo de organización del sindicato inspiró al de los sectores socializados: comité de fábrica elegido por la asamblea de los trabajadores, comité local que reunía a los delegados de los comités de fábrica de la localidad; comité de zona; comité regional, comité nacional. En caso de conflicto en escala local, la decisión correspondía al plenario de los trabajadores; en caso de conflicto en una escala más elevada, correspondía a las asambleas de delegados o a los congresos. Pero por su poder y presencia, la CNT detentaba de facto el poder en Cataluña.

El funcionamiento de las colectividades se revelaba entonces como muy heterogéneo. En los ferrocarriles de Cataluña, por ejemplo, donde el conjunto de los asalariados percibían una remuneración anual de 5000 pesetas, se decidió de todos modos que el personal más calificado recibiera un suplemento de 2000 pesetas al año. En 1938, el salario único era regla en Lérida en el sector de la construcción, pero en Barcelona un ingeniero seguía ganando diez veces más que un albañil. Una de las industrias más importantes de Cataluña, la textil, promulgó la semana de 40 horas, redujo las diferencias salariales entre técnicos y obreros y suprimió el trabajo a destajo de las obreras, pero la diferencia entre los ingresos de los hombres y los de las mujeres persistió en la mayoría de los casos.

Pese a todos los esfuerzos de las colectividades por modernizar la producción, la situación se fue degradando al correr de los meses. Tanto en el terreno económico como en los demás, la guerra devoraba a la revolución. Las materias primas escaseaban y los mercados se reducían, debido a los avances territoriales de los militares insurrectos. Además, como el esfuerzo se concentraba en la industria militar, en los demás sectores la producción cayó estrepitosamente, lo que acarreó un ascenso de la desocupación técnica, escasez de los bienes de consumo, carencia de divisas y una inflación galopante.

Frente a esta situación, las colectividades no estaban en pie de igualdad. A fines de diciembre de 1936, el sindicato de madereros manifestó su indignación en una declaración donde reclamaban un fondo común y único en todas las industrias, para lograr una distribución igualitaria. Lo que no aceptamos es que haya colectividades pobres y otras ricas (9). Un artículo de febrero de 1938 da una nueva apreciación de la disparidad: Las empresas colectivizadas pagan 120, 140 pesetas como máximo por semana y las colectividades rurales, un promedio de 70. Los obreros de la industria ganan 200 o más por semana (10). Esas desigualdades llevarían a algunos revolucionarios a evocar la amenaza de un neo-capitalismo obrero (11).

En octubre de 1936, la Generalitat (gobierno catalán) ratificó por decreto la existencia de las colectividades e intentó planificar sus actividades. Decidió nombrar “inspectores” gubernamentales dentro de las empresas colectivizadas. Con el debilitamiento político de los anarquistas, esos inspectores ayudaron al restablecimiento del control estatal sobre la economía.

Sin que nadie, ningún partido, ninguna organización dé consignas para proceder en tal sentido (12), se formaron también las colectividades agrarias. La colectivización afectó sobre todo a los latifundios, cuyos propietarios huyeron a la zona franquista o fueron ejecutados sumariamente. En Aragón, donde los milicianos de la columna Durruti (13) dieron impulso desde finales de julio de 1936 al movimiento de las colectividades, éste alcanzó a casi todos los pueblos: la federación de las colectividades reagrupaba alrededor de medio millón de campesinos.

Las actas de propiedad de las haciendas, reunidas en la plaza del pueblo, eran quemadas. Los campesinos entregaban todas sus posesiones a la colectividad: tierras, herramientas de trabajo, animales de labranza u otras. En ciertos pueblos, el dinero fue abolido y sustituido por bonos. Esos bonos no constituían una moneda: no permitían adquirir medios de producción sino solamente bienes de consumo y en cantidades limitadas.

El dinero acumulado por el comité fue utilizado para comprar en el exterior los productos faltantes que no podían ser objeto de trueque. En su visita a la colectividad de Alcora, importante poblado de 5000 habitantes, Kaminski, historiador allegado a los anarquistas alemanes, señala: Detestan el dinero, quieren desterrarlo mediante la fuerza y el anatema (pero es) un mal menor, válido en tanto el resto del mundo no haya seguido el ejemplo de Alcora.

Asamblea general de los campesinos

Al contrario del modelo estatista soviético, el ingreso a la colectividad, percibido como un medio de vencer al enemigo, era voluntario. Aquellos que preferían la fórmula de la explotación familiar continuaron trabajando sus tierras, pero ya no podían explotar el trabajo de los demás ni se beneficiaban de los servicios colectivos. Por lo demás, las dos formas de producción coexistieron, no sin conflictos, como en Cataluña, en donde los “medieros” (campesinos que rentan tierras y entregan parte de la cosecha a los terratenientes) se convirtieron en dueños de sus parcelas. El trabajo en común permitía evitar la fragmentación de las tierras y modernizar su explotación.

Los trabajadores agrícolas que unos años antes rompían las máquinas en signo de protesta contra el desempleo y la caída de los salarios, ahora las utilizaban gustosos para aliviar sus tareas. Se desarrolló el uso de fertilizantes y la avicultura, los sistemas de riego, las granjas piloto y las vías de comunicación. En la región de Valencia se reorganizó, bajo la égida de los sindicatos, la comercialización de las naranjas, cuya exportación proveía una importante fuente de divisas. Las iglesias que no habían sido quemadas, fueron transformadas en edificios civiles: depósitos, salas de reunión, teatros y hospitales (14). Y como el credo anarquista sostenía que el fundamento de la emancipación estaba en la educación y la cultura, surgieron escuelas, bibliotecas y centros culturales en los pueblos más aislados.

La asamblea general de los campesinos elegía un comité de administración, cuyos miembros no recibían ningún beneficio material. El trabajo se realizaba en equipos, sin jefes, habiendo sido suprimida esa función. Los consejos municipales se confundían frecuentemente con los comités que eran de hecho los órganos de poder local. Por lo general, el modo de remuneración era el salario familiar, bajo la forma de bonos allí donde había sido abolido el dinero.

Por ejemplo en Asco, en Cataluña, los miembros de las colectividades recibían una tarjeta familiar para anotar las fechas de compras de los víveres, los cuales no podían recibirse más que una vez al día en los diferentes centros de aprovisionamiento. Las tarjetas eran de diferentes colores para que los que no sabían leer pudieran distinguirlas fácilmente. La colectividad remuneraba al maestro, al ingeniero y al médico, cuya atención era gratuita (15).

Este modo de funcionamiento no estaba desprovisto de morosidad ni de contratiempos. Kaminski relata cómo, en Alcora, un joven que quería visitar a su novia que vivía en el pueblo de al lado, debía conseguir la aprobación del comité para cambiar sus bonos por dinero para poder pagar el autobús. En muchos casos, la concepción ascética de los anarquistas acerca de la nueva sociedad se llevaba muy bien con la vieja España, puritana y machista. De allí surge, indudablemente, la paradoja del salario familiar, que dejaba a la mujer, el ser más oprimido de España, en completa dependencia del hombre (16).

Las colectividades terminarían por chocar con las fuerzas políticas hostiles a la revolución, incluso dentro del campo republicano. Aunque débil en julio de 1936, el Partido comunista español creció en importancia con la ayuda soviética. Tal como lo preconizaba Moscú, aplicó la estrategia de alianza con la pequeña y mediana burguesía en contra del fascismo. Así, en Levante, el ministro comunista de Agricultura Vicente Uribe no dudó en confiar la comercialización de las naranjas a un organismo rival del comité sindical y que además estaba ligado, desde antes de la guerra, a la derecha católica, regionalista y conservadora.

Después de las jornadas de mayo de 1937, durante las cuales los comunistas y el gobierno catalán provocaron enfrentamientos sangrientos en Barcelona en un intento por tomar las posiciones estratégicas ocupadas por los anarquistas y por el Partido obrero de unificación marxista (POUM, semitrotskista), el gobierno central anuló el decreto de octubre de 1936 sobre las colectivizaciones y asumió en forma directa la defensa y la policía de Cataluña. En agosto de 1937, las minas y las industrias metalúrgicas pasaron a control exclusivo del Estado.

Al mismo tiempo, las tropas comunistas, conducidas por el general Líster, procuraron desmantelar las colectividades de Aragón con métodos terroristas. Aunque reducidas y asediadas por todos los flancos, éstas sobrevivieron hasta la llegada de las tropas franquistas.

En el momento de la entrada de los ministros anarquistas al gobierno republicano, Kaminski se interrogaba acerca de los riesgos de la eterna traición del espíritu por parte de la vida. La victoria de Franco cortó de cuajo estos interrogantes. Embanderada de rojo y negro, la España libertaria entró en la historia como sobreviviente de las desilusiones de este siglo. Un día, un pueblo sin dios ni amo prendió fogatas con los billetes de banco. En estos tiempos en que el dinero es rey, ese recuerdo basta para confortar a más de uno.


Notas

* Historiador, autor de L’autogestion dans l’Espagne révolutionnaire, La Découverte, Paris, 1976.

** Director de cine

(1) La más reciente creación de un célebre fabricante francés de perfumes.

(2) Patricio Martínez Armero, citado por Abel Paz, La Columna de Hierro, Ediciones Libertad, CNT, Barcelona, 1997.

(3) Esta milicia anarquista, célebre porque los detenidos que liberaba se incorporaban a ella, combatió fundamentalmente en el frente de Teruel.

(4) Mociones del Congreso de Zaragoza de la CNT, mayo de 1936, folleto.

(5) Carlos Semprún-Maura, Révolution et contre-révolution en Catalogne, Ediciones Mame, Tours, 1974.

(6) George Orwell, "Homenaje a Cataluña", en Orwell en España, Tusquets, Barcelona, 2003.
La redacción añade la cita completa (traducción de Moya en Tusquets) que, pensamos, retrata mejor la situación en Barcelona que el extracto citado por Mintz y Goldbronn; Fue a fines de diciembre de 1936, hace menos de siete meses, y sin embargo es un periodo que ha quedado muy lejos del presente. Los sucesos posteriores lo han sepultado por completo, más que 1935, o que 1905, para el caso. Había ido a España con la vaga idea de escribir artículos de prensa, pero no tardé en integrarme en las milicias populares, porque en aquel momento y en aquella atmósfera parecía lo único razonable. Los anarquistas gobernaban prácticamente toda Cataluña y la revolución estaba todavía en plena ebullición. A quien hubiera estado allí desde el comienzo es probable que tuviera la impresión, incluso en diciembre o en enero, de que el momento revolucionario tocaba a su fin; pero para quien llegaba directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona era asombroso y sobrecogedor. Era la primera vez en mi vida que estaba en una ciudad donde la clase trabajadora tenía el mando. Casi todos los edificios estaban en poder de los obreros y engalanados con banderas rojas o rojinegras; en todas las paredes había hoces, martillos e iniciales de grupos revolucionarios, el interior de la mayoría de las iglesias había sido destruido y quemadas sus imágenes. Equipos de trabajadores se dedicaban a demoler sistemáticamente algunos templos. En todas las tiendas y bares había inscripciones que decían que se habían colectivizado; se habían colectivizado hasta los limpiabotas, que llevaban la caja pintada con el rojo y el negro de los anarquistas. Los camareros y los encargados miraban a la cara a los clientes y los trataban de igual a igual. Las formas de tratamiento serviles, e incluso las protocolarias, habían desaparecido por el momento. Nadie decía «señor», ni «don», ni siquiera «usted». Todos se llamaban camarada, se tuteaban y para saludar decían «salud» en vez de «buenos días». Una de mis primeras experiencias fue un sermón que me echó el gerente de un hotel porque quise darle propina a un ascensorista. No había vehículos privados, todos se habían requisado, y los tranvías, los taxis y otros medios de transporte circulaban pintados de rojo y negro. Por todas partes había carteles revolucionarios que ardían en las paredes con unos rojos y unos azules tan intensos que los demás anuncios parecían pegotes de barro. En las Ramblas, la ancha arteria del centro de la ciudad por donde circulaba un río interminable de gente, las canciones revolucionarias atronaban desde los altavoces durante todo el día hasta bien entrada la noche. Era el aspecto de las multitudes lo más extraño de todo. Por fuera semejaba una ciudad en la que las clases adineradas hubieran dejado prácticamente de existir. Exceptuando a una reducida cantidad de mujeres y extranjeros, no había ni una sola persona «bien vestida». En su mayoría llevaban ropa basta de obrero, o mono azul, o alguna variante del uniforme miliciano. Todo esto resultaba extraño y conmovedor a un tiempo. Yo no entendía muchas cosas, algunas ni siquiera me gustaban, pero supe al instante que era un estado de cosas por el que valía la pena luchar. Y también creí que todo era lo que parecía, que aquello era en verdad un estado obrero y que la burguesía o había huido, o había muerto o se había pasado al bando de los trabajadores por propia voluntad; no me di cuenta de que muchos burgueses ricos se habían limitado a quitarse de en medio, disfrazándose provisionalmente de proletarios.

(7) Franz Borkenau, Spanish Cockpit, Ediciones Champ libre, París, 1979.

(8) Ver Frank Mintz, Autogestion et anarcho-syndicalisme, CNT, París, 1999.

(9) Carlos Semprún-Maura, op. cit.

(10) Artículo de Agustín Souchy en Solidaridad Obrera (periódico de la CNT), febrero de 1938.

(11) Gaston Leval, Espagne libertaire, Editions du Cercle et Editions de la Tête de feuille, París, 1971.

(12) Diego Abad de Santillán, Porque perdimos la guerra, Imán, Buenos Aires, 1940.

(13) Nacido en 1896, militante de la UGT y después de la CNT, Buenaventura Durruti toma, durante el golpe de estado franquista, el mando de una milicia que jugó un importante papel en los combates de Barcelona, después en Aragón, y finalmente en el frente de Madrid. Es ahí que, el 20 de noviembre, es herido de muerte en circunstancias extrañas.

(14) Según el historiador Burnett Bolloten, miles de personas pertenecientes al clero y las clases poseedoras fueron masacrados en su mayoría como represalias a las masacres franquistas (ver La Révolution espagnole, Ediciones Ruedo Ibérico, París, 1977).

(15) H. E. Kaminski, Ceux de Barcelone, Editions Allia, París, 1986.

(16) Ibídem.


Publicado en Le Monde diplomatique, diciembre de 2000.

Una traducción parcial y adulterada fue publicada en la edición argentina de Le Monde diplomatique en diciembre de 2000. La presente traducción retoma el original en su totalidad. En archivo adjunto encontrarán el texto original en francés.

P.-S.

Reportaje del movimiento revolucionario en Barcelona (1936)



Este documental está considerado como el primero rodado durante la Guerra Civil. Su filmación tuvo lugar en las calles de Barcelona entre el 19 y el 24 de julio de 1936 y su producción fue asumida por la recién creada Oficina de Información y Propaganda de la CNT. Con tomas rodadas por Ricardo Alonso, su dirección y comentarios corrió a cargo del periodista y crítico cinematográfico Mateo Santos, director de la revista Film Popular y que había tenido su debut cinematográfico en 1934 con el documental Estampas de España. Posteriormente sería delegado del Gabinete de Cine del Consejo de Aragón.

Su tono exaltado y sus duras imágenes impactaron en las clases burguesas de España y Europa y fue utilizado por los facciosos españoles y las fuerzas reaccionarias europeas como contrapropaganda para mostrar el supuesto salvajismo de la República: el Gobierno de la República impotente ante la barbarie roja. La propia identidad del film sufriría todo tipo de distorsiones y fragmentos suyos serán incorporados a películas propagandísticas de los sublevados, como España heroica (1938).

Sin embargo, es un documento histórico de cómo un pueblo se lanza a las calles para defenderse de una rebelión militar que la quiere hundir aún más en la miseria, al tiempo que desata sus odios contra sus cómplices, una iglesia ultrarreaccionaria aliada desde siempre en España con los explotadores. Se trata de un filme cuyo conjunto presenta un discurso coherente que asimila el entusiasmo de la victoria sobre la sublevación fascista y una virulenta toma de posición contra los rebeldes a la normalización y reorganización de la vida cotidiana barcelonesa.