Un sistema de control sin paralelo en el mundo

Reseña de El Nuevo Jim Crow

, por EdeN

Un sistema de control sin paralelo en el mundo

Reseña de El Nuevo Jim Crow

x carolina

Michelle Alexander, The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of Colorblindness (El Nuevo Jim Crow: el encarcelamiento masivo en la era de ceguera al color de la piel), The New Press, New York, 2010.

Muchos de los lectores de estas páginas se habrán enterado del nuevo libro de Michelle Alexander a través de los escritos del periodista y preso político Mumia Abu-Jamal, quien ha citado la autora numerosas veces durante el año pasado.

Al dirigirse al Congreso “Una raza encarcelada,” en la Universidad de Princeton, EUA, el 25 de marzo de 2012, Mumia escribió: “Como muchos de ustedes saben, Estados Unidos, con apenas 5% de la población del mundo, encarcela a 25% de todos los presos del mundo. Como ha notado Michelle Alexander, el número de presas y presos negros aquí, rivaliza y supera el número encarcelado en Sudáfrica durante el odioso sistema del apartheid en su apogeo. No debemos tomar a la ligera esta analogía, porque el apartheid sudafricano fue el epítome del estado racista policial, solo superado por la Alemania nazi en su naturaleza repulsiva. Además, mucha de su energía fue dedicada a una guerra de facto (o por lo menos, para usar la jerga del espionaje militar, un conflicto de baja intensidad), contra la mayoría negra, que criminalizaba casi todas los aspectos de la vida independiente africana, al restringir los lugares para vivir, trabajar, estudiar e incluso hacer el amor”.

El libro escrito por la Profesora de Derecho y ex Directora del Proyecto de Justicia Racial de la Unión American de Libertades Civiles (ACLU) es una llamada de atención a la gente de Estados Unidos sobre las raíces, propósitos, mecanismos y sobornos de un sistema que destroza las vidas de más de siete millones de personas y deshumaniza a la sociedad entera.

Este libro también sirve como una alerta sobre la imposición de este sistema penal en otros países. En México, por ejemplo, Felipe Calderón está adecuando el modelo a la catastrófica realidad nacional con un programa de construcción que aumenta el número de prisiones federales con módulos de máxima y ultramáxima seguridad desde 6 hasta 22. Y en el Distrito Federal, Marcelo Ebrard sigue el modelo con la construcción de dos torres de alta seguridad en el terreno del Reclusorio Norte. ¿Alguien cree la ficción de que estos infiernos se construyan para los capos del crimen organizado? ¿De cuáles segmentos de la población vendrán los y las jóvenes con celdas reservadas ahí? La población carcelaria en México ya se ha triplicado desde 1994. ¿Cuánto tiempo se tardará en multiplicarla dos veces, cinco veces, diez veces más? ¿Cuál será el efecto sobre el pueblo? Vemos lo que pasa en Estados Unidos.

¿A dónde se han ido los hombres negros?

En plena campaña presidencial, Barack Obama lamentó la ausencia de los hombres negros de sus hogares y los fustigó por ser irresponsables, abandonar a sus familias y portarse como muchachos en lugar de hombres. No fue el primero en hacerlo. Cuando abordó el asunto el Día de los Padres de 2008 en la Iglesia Apostólica de Dios en Chicago, el político que ha llegado a simbolizar la “ceguera al color de la piel”, recibió un fuerte aplauso en la iglesia y también en los medios de comunicación.

Sin embargo, dice Michelle Alexander, Obama no dijo precisamente en dónde se podría encontrar a los padres desaparecidos. Y los medios no preguntaron.

Durante años, la pregunta lanzada al aire –– “¿A dónde se han ido los hombres negros?”–– ha sido recibido con un silencio escalofriante en muchas comunidades negras.

Nadie menciona, dice Alexander, que “cientos de miles de hombres negros…están almacenados en prisiones, encerrados en jaulas. No abandonaron a sus familias por voluntad propia, sino que se los llevaron con grilletes, en muchos casos debido a un programa federal conocido como la Guerra contra la Droga”…. “Hay más hombres negros encarcelados hoy en día que en cualquier otro momento de la historia de la nación” (p. 180).

La profesora sostiene que el sistema penal estadounidense se ha mostrado como “un sistema de control social sin paralelo en la historia del mundo” en el que “los objetivos principales se definen en gran medida por raza” (p. 8). La mayoría de las personas encarceladas son hombres y mujeres de las comunidades de color, y el grupo más afectado se constituye de los hombres negros.

Unas estadísticas del Departamento de Justicia confirman que en el país que encarcela el porcentaje más grande de su propia población que cualquier otro país del mundo, la raza de una persona suele ser determinante con respecto a quién va a la cárcel y quién no.

Tomando en cuenta las y los presos en todos los penales federales, estatales y locales; los centros de detención de migrantes y los centros de detención juveniles, hay casi 2.4 millones de personas ––10 veces más que la población carcelaria en 1972. De ellos, 40 % son africano-americanos, 20% latinos y 1.6% indígenas cuando estos grupos constituyen 12.6%, 16.3 % y 1% de la población respectivamente, aunque los porcentajes pueden variar dramáticamente según la región del país. Aproximadamente 9% de la población carcelaria son mujeres.

Pero, dice Alexander, el encarcelamiento masivo no se limita a las cárceles de los condados o a las prisiones estatales y federales. Otros 5 millones de personas se encuentran bajo sentencia probatoria o libertad condicional. La prisión es sola la puerta a “un sistema más amplio de estigmatización racial y marginación permanente” que en realidad es un sistema de casta racial (p. 12).

Casta

El Nuevo Jim Crow identifica el encarcelamiento masivo como una distinta “casta racial” en la nación que alardea de ser la democracia más perfecta del mundo. Michelle Alexander usa este término para referirse a “un grupo racial estigmatizado y encerrado en una posición inferior por ley y costumbre”. La autora sostiene que no han sido eliminados, sólo rediseñados, los dos sistemas de casta anteriores –– la esclavitud y la segregación racial denominada “Jim Crow” ( p. 12), nombre tomado de un actor en un “minstrel show”, o espectáculo de música y baile que presentaba estereotipos raciales protagonizados por actores con el rostro maquillado de negro.

Se supone que ya no existe la discriminación en el empleo, vivienda y beneficios públicos, gracias al movimiento de derechos civiles, pero ahora es legal cuando se trata de una persona tachada de criminal. Y en ciudades como Baltimore o Chicago—la abrumadora mayoría de jóvenes negros se encuentran bajo el control del sistema de justicia penal y/o tachados de criminales de por vida (p.181). Dice Alexander que es bastante común que los familiares sientan vergüenza de su situación y muchos no quieren hablar abiertamente de ella o combatir la criminalización (p.166).

Una vez encontrada culpable de un crimen grave, una persona no puede ejercer su derecho a votar o a formar parte de un jurado. Al estar fuera de la cárcel con una sentencia probatoria o libertad condicional, miles de mujeres y hombres negros vuelven a sufrir discriminación y se encuentran atrapados en una posición permanente de segunda categoría. “No es sólo que no tienen la oportunidad de salir adelante. No es sólo una cuestión de malas escuelas o la pobreza. Se prohíbe por ley”, dice Alexander (p. 13).

Debido a las leyes promovidas por Reagan, Clinton, los dos Bush, Obama y otros políticos de la ley y el orden, los ejemplos abundan:

Cuando un preso sale de prisión, está automáticamente excluido de vivienda pública. Esto en muchos casos deja al ex preso sin techo y provoca la pérdida de custodia de sus hijos. Y si de casualidad alguien le ofrece un lugar para pasar la noche, la familia entera puede ser desalojada (p. 146).

Casi todos los estados permiten que empresas privadas se nieguen a contratar a una persona condenada de un crimen. Una vez que alguien bajo supervisión correccional indica que ha sido condenado, es poco probable que le den una entrevista, especialmente si es africano-americano. En muchos casos, la mera detención es suficiente para ser rechazado (p. 149).

Es común que ex presos tengan que pagar multas o costos asociados con su encarcelamiento o libertad bajo supervisión, lo que hace la sobrevivencia en la sociedad casi imposible. Aunque se supone que las cárceles de deudores ya no existen, una persona puede ser encarcelado de nuevo simplemente porque no ha podido pagar sus deudas (p. 155).

La ceguera al color de la piel

La ceguera al color de la piel, la creencia que la raza de una persona ya no importa, oculta las realidades de raza en la sociedad estadounidense y ha facilitado el surgimiento del nuevo sistema de casta, afirma Michelle Alexander (p. 12).

“En la era de la ceguera al color de la piel ya no es permisible usar raza, explícitamente, para justificar la discriminación, exclusión, y desprecio social”. Entonces lo que pasa es que se usa el sistema penal para etiquetar a mucha gente de color como “criminales” y luego se repiten todas las prácticas que supuestamente son del pasado (p. 2).

Alexander comenta que muchos estadounidenses negarían tajantemente que su sistema de justicia penal sea una herramienta de control racial. Esto se debe, dice, a que “la mayoría de las personas piensan que el racismo y los sistemas raciales tienen que ver con las actitudes”, cuando en realidad “el racismo se manifiesta no sólo en actitudes individuales y estereotipos, sino en la estructura fundamental de la sociedad” (p. 183).

Explica que el sistema actual sugiere que las personas que están atrapadas en la casta baja fácilmente podrían “evitar un estatus de segunda clase o el destierro permanente de la sociedad al simplemente escoger no cometer crímenes”. Muchas personas que no se consideran racistas piensan que “una mayoría de jóvenes africano-americanos en áreas urbanas libremente escogieron una vida de crimen” y no se dan cuenta que hay una “posibilidad real de que sus vidas estaban estructuradas de una cierta manera para prácticamente garantizar su entrada en un sistema del cual nunca pueden escapar” (p. 184).

Alexander enfatiza que aún cuando en la mayoría de los casos la hostilidad racial abierta ha desaparecido del discurso público de los políticos, ésta todavía existe. Sin embargo es más bien la indiferencia racial que apoya el sistema de control en la era de la ceguera al color de la piel. Millones de personas no saben lo que realmente ocurre en el sistema penal y no les interesa saber. A la gran mayoría de la población blanca, el encarcelamiento masivo simplemente no le importa (p. 203).

El soborno racial en los tres sistemas de casta

Cada nueva manifestación de casta racial ha sido implementada y justificada por un soborno racial otorgado a los blancos para darles privilegios e inculcar la creencia en la supremacía blanca. En muchos casos estos sobornos se han dado por la clase élite blanca precisamente para evitar que la gente pobre, obrera y/o marginada de las varias razas se unan para derrocar a los ricos y poderosos.

La esclavitud. Explica Michelle Alexander que “el concepto de raza es un desarrollo relativamente reciente. Sólo en los pocos siglos pasados, debido en gran medida al imperialismo europeo, la gente ha sido clasificada en base a líneas raciales”. Al principio del periodo colonial, no todos los africanos llegaron a las Américas como esclavos. Algunos eran sirvientes contratados, igual que muchos blancos que estaban obligados a trabajar hasta pagar su deuda de pasaje (p. 23).

Cuando los sirvientes blancos y negros empezaron a convivir y, en algunos casos, organizarse para defender sus derechos o hasta participar en rebeliones contra los dueños de las plantaciones, la clase élite blanca cambió su estrategia para mantener su dominio y empezó a importar cada vez más esclavos directamente de África, creando un sistema de labor obligado y permanente. “La clase hacendada intencionalmente y estratégicamente ofreció privilegios especiales a los blancos pobres para abrir una brecha entre ellos y los esclavos negros”. A los blancos les dio mayor acceso a las tierras indígenas y les ofreció trabajo como atrapadores de esclavos fugitivos, entre otros sobornos. Su situación económica no había mejorado mucho, pero “por lo menos no eran esclavos” (p. 24).

A mediados de los 1770s el sistema de trabajo contratado había sido totalmente cambiado a “un sistema de casta racial basado en la esclavitud”. Para realizar el despojo de las tierras indígenas, los europeos ya habían tachado de “salvajes” a sus habitantes, creando la idea de una raza no civilizada e inferior para justificar su exterminación. Y ahora justificaron la esclavitud con el razonamiento de que “los negros, como los indios, eran una raza no civilizada e inferior”. La idea de la supremacía blanca justificó la esclavitud de los africanos precisamente en el momento cuando los blancos estaban formando una nueva nación a nombre de “la igualdad, libertad y justicia para todos” (p. 25).

Jim Crow, la segregación racial. Un siglo después, la esclavitud se derrumbó con la derrota del Sur en la Guerra Civil, pero la supremacía blanca quedó viva. Cuando los ex esclavos hicieron muchos avances durante una breve década y media conocida como la Reconstrucción, casi inmediatamente se formó el Ku Klux Klan como grupo paramilitar terrorista para empujar a los recién liberados esclavos hacia la esclavitud de nuevo (p. 32).

Alexander menciona el clásico de C. Vann Woodward, La extraña trayectoria de Jim Crow, que describe el final de la esclavitud como un dilema para la sociedad blanca sureña. Sin la labor gratis de los esclavos, la economía seguramente iba a sufrir un colapso. Muchos ex – esclavos simplemente habían salido caminando de las plantaciones y vagaron por las carreteras y las ciudades, provocando histeria en la clase dominante y también en los blancos pobres para quienes su piel era su insignia de superioridad. Nueve estados sureños aprobaron leyes de vagancia, haciendo el “no trabajar” un crimen. Los nuevos “criminales” fueron detenidos y multados. Tenían que pagar la multa trabajando antes de que pudieran salir libres. Sin dinero para pagar sus “deudas”, fueron alquilados o vendidos a particulares y forzados a trabajar bajo latigazos hasta una temprana muerte. La Enmienda XIII a la Constitución había abolido la esclavitud ––excepto en las prisiones (p. 28-33).

La segregación de las razas ya se había iniciada como un patrón de vida, pero cuando un movimiento populista amenazó a la clase dominante con la unidad de blancos y negros pobres durante una severa depresión económica, un sinfín de leyes dictando la segregación racial fueron aprobadas en todas partes del Sur. “En efecto”, dice Alexander, “las leyes eran un nuevo soborno racial” diseñado a enemistar a la gente pobre de las dos razas. Permitieron a los blancos a “mantener un sentido de superioridad sobre los negros, haciéndolo menos probable que se establecieran alianzas inter-raciales con la meta de derrumbar la élite blanca” (p. 34).

El resultado fue el nuevo sistema de casta racial conocido como Jim Crow. “A comienzos del Siglo XX, cada estado sureño había aprobado leyes que fomentaron el ostracismo racial en escuelas, iglesias, vivienda, empleos, sanitarios, hoteles, restaurantes, orfanatos, prisiones, funerarias, morgues y panteones. Los políticos se compitieron para proponer y aprobar legislaciones cada vez más severas, opresivas y completamente ridículas (tales como la prohibición de que los blancos y negros jugaran ajedrez juntos)” (p. 35).

El encarcelamiento masivo. En el terreno legal, Jim Crow fue derrotado por el Movimiento de Derechos Civiles, que logró la aprobación de leyes que hicieron la discriminación racial ilegal. Pero la supremacía blanca quedó viva. El tercer sistema de casta ––el encarcelamiento masivo –– empezó con gritos por la ley y el orden como una reacción contra los movimientos de los ’50s, ‘60s y principios de los ‘70s (p.40).

Desde el principio, la intención era racista. En esos años el presidente Richard Nixon implementaba la “estrategia sureña” del Partido Republicano de ganar el voto de los blancos pobres a través de un discurso racialmente cifrado de “mano dura” contra el crimen y la asistencia social. Su Jefe de Gabinete H.R. Haldeman recordó que según Nixon, los negros son el problema. Dijo que “la clave es concebir un sistema que reconoce esto sin decirlo abiertamente”. Su asesor John Erlichman también recordó las palabras de Nixon: “Vamos por el apoyo de los racistas” (p.44).

El presidente Reagan oficialmente declaró la Guerra contra la Droga en 1981-82, cuando las comunidades urbanas negras sufrían un colapso económico debido al impacto de la globalización y desindustrialización. Una década antes, 70% de todos los trabajadores negros en áreas metropolitanas tenían empleos en fábricas, y cinco años después (en 1987), sólo 28% tenían empleos industriales (p 50).

Demonizados en los medios de comunicación, los hombres negros ahora fueron considerados innecesarios e irrelevantes para la nueva economía neoliberal. La tercera casta racial no sólo se trata de la subordinación, sino de la marginalización ––la cual es más peligrosa porque conlleva el riesgo de la exterminación (p.219).

Dice Alexander que comparado con Jim Crow, se puede decir que la segregación en el nuevo sistema de casta es aún más extrema. En pleno Siglo XXI, alrededor de un millón de hombres negros no sólo están prohibidos de entrar en ciertos lugares públicos u obligados a vivir en una sola parte de la ciudad, sino que están encerrados en jaulas a cientos de kilómetros de sus hogares en áreas rurales donde prácticamente nadie los ve. “Ojos que no ven. Corazón que no siente”. Dice Alexander que “las barras y los muros separan a los presos de la sociedad ––una forma de apartheid jamás visto en el mundo” (p. 195).

Los negros no son los únicos penalizados en la guerra contra el crimen. El índice de encarcelamiento de los latinos también se ha disparado. Además, hay miles de blancos que sufren injusticias en las prisiones del país. De hecho, dice Michelle Alexander, la inclusión de miles de blancos en el sistema de control mantiene la ilusión de una sociedad ciega al color de la piel. Pero el hecho de que se encuentran en prisión “no significa que son los verdaderos objetivos, el enemigo designado” (p. 205).

El soborno racial para los blancos a cambio de su silencio sobre la devastación provocada por el encarcelamiento masivo racial no sólo es el privilegio de tener mayor comodidad y seguridad para ellos y sus hijos, sino el privilegio de mantenerse cómodamente ciegos a la casta racial que existe (p. 261).

Alexander también habla del soborno a la clase media negra y organizaciones de derechos civiles que han concentrado exclusivamente en programas de acción afirmativa mientras ignoran el encarcelamiento masivo de gente de color y específicamente el grupo más afectado, los hombres negros. La abogada de derechos civiles NO está repitiendo el argumento que la acción afirmativa discrimina contra los blancos; piensa que los programas son importantes. Pero dice que los beneficios en demasiados casos han creado una ceguera hacia la cuestión de casta racial.

El motor del encarcelamiento masivo: la Guerra contra la Droga

Según el análisis de Michelle Alexander, el motor principal del encarcelamiento masivo ha sido la Guerra contra la Droga iniciada por el presidente Ronald Reagan, aunque también menciona los antecedentes una década antes cuando el Gobernador Nelson Rockefeller empezó a llenar las prisiones del estado de Nueva York con gente detenida por violaciones a sus extensas leyes anti-droga (p. 42). Cabe señalar que esto pasó justamente cuando el Movimiento de Liberación Negra y otros movimientos radicales estaban fuertes y cuando movimientos revolucionarios dentro de las prisiones resultaron en sublevaciones que fueron reprimidas salvajemente. Para aplastar la rebelión en la prisión Ática, el mismo Rockefeller ordenó un ataque militar que resultó en la muerte de 43 personas.

En 1981, Ronald Reagan declaró las drogas una amenaza a la seguridad nacional y autorizó el acceso de las policías federales, estatales y locales a las bases militares, inteligencia militar, investigación, armas y otro equipo para promover detenciones por el uso o venta de drogas (p. 77). En 1986 y 1988, el Congreso federal aprobó leyes anti-droga que autorizaron penas extremadamente severas por la posesión y venta de drogas, inclusive la pena de muerte en unos casos (p. 53).

Los mitos

Reagan declaró la guerra bajo el pretexto de combatir los altos índices de crimen, pero en ese momento los delitos relacionados con la droga iban en descenso, y no en ascenso. Mientras los índices de criminalidad han fluctuado durante los últimos 30 años, los índices de encarcelamiento se han disparado.

Otro supuesto propósito de la guerra es acabar con la venta de drogas peligrosas, pero casi el 80 por ciento del aumento de arrestos por drogas en los años ’90 se debió a la posesión de marihuana, una droga menos dañina que el tabaco o el alcohol, y de uso común en las comunidades blancas de clase media igual que en las comunidades pobres de gente de color.

Siempre se dice que la meta de la guerra es eliminar a los grandes capos; sin embargo las estadísticas cuentan otra historia. En 2005, por ejemplo, de cada cinco detenciones por drogas, cuatro eran por posesión. Solo uno de cada cinco se debía a la venta de drogas. La mayoría de las personas en prisiones estatales por delitos de drogas no tiene historia de vender drogas, tampoco antecedentes violentos (p. 60).

¿En dónde se libra esta guerra? ¿Y contra quién?

Se supone que las leyes anti-droga son neutrales con respecto a raza, pero desde el principio, la guerra que se ha librado casi exclusivamente en las comunidades pobres de color. En realidad, las drogas se usan por todas las razas más o menos al mismo ritmo, y algunos estudios indican que la mayoría de usuarios y vendedores de droga son blancos, pero 75% de todas las personas encarceladas por ofensas de droga son negros o latinos (p. 98).

En el 2008, oficiales del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York (NYPD) pararon y registraron a 545,000 peatones en un solo año; 80% eran negros y latinos. Sólo 8% de todas las personas registradas eran blancos, mientras 85% eran negros. Es común que durante las humillantes revisiones, la gente está echada boca abajo en el suelo o despatarrada sobre una pared o un coche. La gran mayoría de la gente detenida y registrada en la Guerra contra la Droga es inocente de cualquier crimen (p. 135).

Entre 1997 y 2006, el NYPD arrestó y encarceló a 353,000 personas por la posesión de pequeñas cantidades de mariguana. Las detenciones incluyeron cinco veces más mujeres y hombres negros que blancos (p. 136).

Para todas las razas el número de personas encarceladas en Estados Unidos disparó entre 1983 y 2000—para mujeres y hombres blancos el número fue 8 veces mayor, para las y los latinos 22 y para las y los negros desde 26 hasta 57, dependiendo del parte del país. En siete estados, las y los africano-americanos constituyeron 80 a 90% de la gente enviada a la cárcel por violaciones de leyes de droga (p.98).

La guerra se libra principalmente en contra de los jóvenes. Dice Alexander que “en ciudades importantes golpeadas por la Guerra contra la Droga, hasta 80% de los jóvenes africano-americanos ahora tienen antecedentes penales y por eso están sujetos a la discriminación legalizada por el resto de sus vidas”.

La profesora cita el libro de Glen Loury sobre la desigualdad racial donde pregunta:

¿Podemos imaginar un sistema que haga cumplir las leyes anti-droga casi exclusivamente entre los jóvenes blancos e ignore delitos de droga entre los jóvenes negros? ¿Podemos imaginar la gran mayoría de jóvenes blancos siendo acorralados por delitos menores, colocados bajo el control del sistema penal, etiquetados como criminales peligrosos, y sujetados a toda una vida de discriminación, desprecio y exclusión? ¿Podemos imaginar todo esto mientras los jóvenes negros consiguen buenos empleos o van a la universidad? Impensable (p. 205).

Los nuevos “intocables”

En la Guerra contra la Droga, el enemigo se define por raza.

Unos años después del comienzo de la Guerra contra la Droga, las calles de Los Ángeles fueron inundadas de cocaína en forma del “crack” (piedra o roca) , cuya importación fue parte de la estrategia del propio gobierno de Ronald Reagan para financiar a la Contra en Nicaragua. El presidente aprovechó lo que fue una grave crisis de salud para montar una campaña en los medios sobre el fenómeno de los “bebés adictos al crack”, las “madres adictas al crack”, las “putas adictas al crack” y los hombres “pandilleros” y “depredadores”, especialmente en las comunidades negras donde la inundación fue mayor (p. 52).

Esta campaña mediática logró su cometido de ganar apoyo público para la Guerra contra la Droga y a la vez fue instrumental en construir un consenso nacional sobre la relación entre los hombres negros y el crimen, y especialmente los crímenes relacionados con la droga. Así que el hombrenegrocriminal se volvió el objetivo principal de la guerra conducida por las agencias de orden público ––el nuevo “intocable” (p. 199).

Muy pronto leyes anti-droga fueron aprobadas que incluían sentencias obligatorias por la posesión y venta de crack, asociado con los negros, que eran hasta cien veces más duras que las sentencias por la posesión y venta de cocaína en polvo, asociada con los blancos. Una sentencia de cinco años en prisión fue obligatoria tanto por la venta de 500 gramos de polvo como por la venta de 5 gramos de crack (p. 112).

Por otro lado, el delito de manejar borracho, que conlleva un riesgo de muerte violenta mucho más alto que los delitos consensuales del uso o venta de drogas ilegales, es típicamente castigado con una sentencia de dos días en la cárcel por la primera infracción y de dos a diez días por la segunda, o tal vez una multa y una pena de servicio a la comunidad. De casualidad, la mayoría de los conductores borrachos son hombres blancos. La sociedad considera que les hacen falta tratamiento y terapia.

Esto, comenta Alexander, “nos dice mucho sobre quién es desechable y quién no” (p. 206).

Los ejes principales

Los ejes principales de la Guerra contra la Droga son:

leyes más duras con sentencias mínimas obligatorias
poderes discrecionales casi ilimitados a las policías
sobornos de miles de millones de dólares para la policía
la construcción de prisiones

Sentencias mínimas obligatorias

Desde la aprobación del Acto contra el Abuso de Drogas en 1986, las sentencias por la posesión o venta de pequeñas cantidades de droga son excepcionalmente severas. Para la primera ofensa, una mínima sentencia obligatoria en un tribunal federal suele ser de cinco o diez años en prisión, aún cuando en la mayoría de los países desarrollados la sentencia máxima por la misma ofensa es de seis meses, si es que haya sentencia alguna (p. 87).

Además, con la aprobación de las leyes conocidas como “tres strikes”, una persona condenada por tres delitos graves automáticamente tiene sentencia de cadena perpetua (p. 60).

Consideren el caso de Weldon Angelos, quien pasará lo demás de su vida en prisión por tres ventas de mariguana. “Angelos, un productor de discos que tenía 24 años llevaba un arma que no usó (ni siquiera amenazó con usarlo) en el momento de las ventas. Sin embargo, bajo las directrices para la imposición de penas, el juez fue obligado por ley a imponer una sentencia mínima obligatoria de 55 años” El propio juez describió la sentencia como “injusta, cruel y hasta irracional” (p. 92).

Poderes discrecionales a las policías

Las leyes anti-droga dan a los policías tremendos poderes discrecionales y como resultado, policías con pocas restricciones tienen permitido parar, interrogar, registrar y detener a cualquier persona que camine en la calle o que conduzca un vehículo. Han detenido a más de 30 millones de personas desde el comienzo de la guerra contra las drogas y la abrumadora mayoría es gente de color (p. 98).

Un estudio hecho en Nueva Jersey mostró que sólo 15 % de los conductores en la Autopista eran minorías raciales, pero 42 % de todos los coches parados y 73% de las personas detenidas eran conductores negros sin que ellos violaran la ley con más frecuencia que los blancos (p. 133).

En el estado de Maryland, otro estudio reveló que en una parte de la carretera cerca de Baltimore, los africano-americanos eran sólo 17% de los conductores pero 70% de los que fueron parados y registrados (p. 133).

Sobornos monetarios

Durante el gobierno de Reagan, el Congreso aprobó o modificó una serie de leyes incluyendo la Ley Byrne, que autorizaron sobornos en la forma del financiamiento masivo, y de poderes de confiscación a los departamentos de policías estatales y locales que estuvieran dispuestas a aumentar dramáticamente el total de arrestos por drogas. De pronto pudieron quedarse con el 80% de los vehículos, el dinero en efectivo y las casas que confiscaron de los sospechosos de delitos de drogas, y hacer lo que quisieran con los bienes confiscados, lo que les dio un fuerte interés monetario en el negocio del narcotráfico. Por otro lado, las fuerzas policiales recibieron equipamiento militar sofisticado del Departamento de Defensa (p. 73, 78).

Un poco después de recibir el financiamiento masivo, los Equipos de Armamento y Capacitación Especial (SWAT) lanzaron su guerra en las comunidades de color. Iniciaron las prácticas que existen hasta la fecha: hacer redadas masivas contra personas de color en sus hogares y escuelas, parar y registrar a los niños en camino a la escuela, registrar y desmantelar coches en busca de drogas, con el propósito de incrementar el saldo de arrestos por drogas en esas comunidades (p. 77).

La construcción de prisiones

Dice Alexander que bajo la Guerra contra la Droga hay cuatro veces más detenciones por el uso o venta de drogas que resulta en el encarcelamiento que en sentencias probatorias o servicio a la comunidad, lo cual ha justificado un tremendo auge en la construcción de prisiones (p. 60).

Cabe destacar que una nueva prisión se construye cada semana en Estados Unidos. (Institute for Policy Studies).

Las prisiones se construyen a costo de otros programas que benefician a la gente. El presidente Bill Clinton, por ejemplo, promovió el recorte de $17 mil millones de dólares para vivienda pública y la autorización de $19 mil millones de dólares para la construcción de prisiones, así “haciendo la construcción de prisiones el estelar programa de vivienda para los pobres en áreas urbanas” (p. 57).

Sin embargo, la mayoría de las prisiones (60%) se construyen en áreas rurales donde la población es mayoritariamente blanca, aunque solo 20% de la población estadounidense vive ahí (p. 193).

Aproximadamente 8 % de los presos se encuentran en prisiones privadas, y su construcción es un gran negocio para ricos y poderosos inversionistas como Dick Cheney. Corporaciones como la Corrections Corporation of America cuentan con el constante aumento en el número de presos para sacar ganancias mayores (p. 230).

¿Cuál presidente es más responsable por crear la casta baja actual?

Todos los presidentes de Estados Unidos después de Reagan han intensificado la Guerra contra la Droga. Bush padre no dudó en manipular temores raciales. En 1989 declaró el uso de drogas como el problema más grave que la nación enfrentaba. Bush hijo, promovió más financiamiento y Obama ha ido aún más lejos en reforzar unos de los peores programas, además de nombrar a su gabinete políticos que han favorecido severas leyes punitivas como Joe Biden, Rahm Emanuel y Eric Holder (p. 253).

Pero para Michelle Alexander, fue Bill Clinton, “más que cualquier otro presidente, quien creó la casta baja actual”. Según el Justice Policy Institute, sus políticas resultaron en “los aumentos más grandes en el número de reos en prisiones estatales y federales que las de cualquier otro presidente en la historia del Estados Unidos” (p. 56).

La profesora dice que en 1992, el entonces candidato presidencial juró nunca permitir a un político del Partido Republicano tener la fama de ser más duro contra el crimen que él. Fiel a su palabra, sólo unas semanas antes de una importante elección interna en el Partido Demócrata, Clinton regresó a su estado natal de Arkansas “para supervisar la ejecución de Ricky Ray Rector, un hombre negro con graves deficiencias mentales, quien tenía tan poca idea de lo que le iba a pasar cuando le dieron su “última cena”, que él pidió que le guardaran el postre hasta la siguiente mañana”. Después de la ejecución, Clinton comentó, “Me pueden acusar de muchas cosas, pero nadie puede decir que soy blando contra el crimen” (p. 56)

Entre los “aportes” de Clinton son los siguientes:

Promovió y firmó una ley tipo “tres strikes”.

Promovió y firmó la Ley Anti-Crimen de 1994 que autorizó gastos de $30 mil millones de dólares incluyendo más de $16 mil millones para la construcción de prisiones y la expansión de policías estatales y locales.

Promovió legislaciones para terminar con programas de asistencia social y impuso una prohibición de por vida de elegibilidad para asistencia social y vales de comida para cualquier persona encontrado culpable de posesión o venta de droga, incluyendo la posesión de mariguana.

Promovió una nueva regla para excluir de vivienda pública a cualquier persona encontrada culpable de “cometer un solo delito” o “vender droga”. “Como resultado, para un sin número de gente pobre, particularmente las minorías raciales identificadas por la Guerra contra la Droga, la vivienda pública ya no estuvo disponible, dejando a muchos de ellos sin techo ––excluidos no sólo de la sociedad dominante, sino de sus propios hogares (p. 56-57).

Los tribunales cierran la puerta a la justicia

El fiscal es el oficial más poderoso en todo el sistema judiciario/penal, según Michelle Alexander. Dice que aunque muchas personas piensan que el juez tiene más poder, en realidad es el fiscal que domina el proceso. Tiene el poder para desechar cargos por cualquier razón o ninguna razón o, por otro lado, agregar cargos si existe “causa probable” (p. 87).

Cabe señalar que la abrumadora mayoría de los fiscales en Estados Unidos son blancos; 98% en los estados que tienen la pena de muerte (Human Rights Watch).

Especialmente desde la imposición de la Guerra contra la Droga, las personas acusadas están sujetas a tremenda presión ejercida por la Fiscalía para aceptar culpabilidad a cambio de una sentencia “ligera”. Hoy en día el destino de muy pocas personas se decide en un juicio ante un jurado. Cuando un fiscal ofrece una sentencia de “solo tres años”, una persona que enfrenta cinco, diez o veinte años en prisión suele aceptar los tres años en lugar de arriesgar un largo proceso. (p. 87).

Lo que el fiscal no les dice es que al aceptar el trato, pierden el derecho de votar, de formar parte de un jurado, de vivir en vivienda pública, de recibir vales de comida o de obtener un préstamo estudiantil. Con mucha dificultad encontrarán empleo. Llevarán la etiqueta de “criminal peligroso” durante toda su vida.

Además, es común que el fiscal presione al acusado para “cooperar” en la investigación, dando información sobre terceras personas. La delación de familiares, amigos o co-acusados es el precio de evitar una larga sentencia obligatoria (p. 88). Al convertir a miles de personas en soplones, el fiscal les roba algo que vale más que oro ––la dignidad.

Cada año decenas de miles de personas van a la cárcel sin siquiera hablar con un abogado. Aproximadamente 80% de ellos son indigentes y el sistema de la defensa gratuita por abogados de oficio es totalmente inadecuado.

Por lo general, los jueces cooperan con los fiscales en los procesos y desempeñan un papel lucrativo en el sistema del encarcelamiento masivo. Muy pocos de ellos toman en cuenta las garantizas constitucionales de los acusados aunque algunos han tenido la dignidad de renunciar para no cometer atropellos tan graves (p. 92).

La Suprema Corte de Estados Unidos, por su parte, ha cerrado la puerta a las apelaciones que alegan el perjuicio racial. Además, ha pisoteado muchas de las garantizas constitucionales que deben proteger a la gente contra acciones policiales arbitrarias y discriminatorias. En una serie de dictámenes, la Suprema Corte ha dicho que es perfectamente legal que la policía pare a las personas en la calle, las interrogue y las registre. Aunque se supone que el uso de perfiles raciales es ilegal, la Corte ha autorizado a la policía a usar raza como factor en decidir a quién va a parar y registrar (p. 62, 73).

El reto

Para terminar con el encarcelamiento masivo, Alexander plantea que no es suficiente simplemente cambiar dos o tres leyes o cerrar una sola prisión. Tampoco es suficiente contar con los abogados o políticos para hacer los cambios. Piensa que hace falta un movimiento desde abajo para radicalmente transformar la sociedad. Pero la meta no es crear una sociedad donde todos estén ciegos al color de la piel; de hecho, esta manera de pensar es un rasgo central del sistema de casta actual (p. 260).

Al mencionar un grupo activista de ex presos y presas “All of us or None”, (Todos y Todas o Nadie) como un ejemplo positivo, propone que lo que hace falta es un movimiento iniciado por personas que han conocido el encarcelamiento, dispuestas a formar alianzas entre toda la gente que las élites han tenido mucho éxito en dividir. Visualiza un movimiento en donde las diferencias raciales y culturales se reconozcan, y en donde se celebra lo que es hermoso en las distintas culturas y historias (p. 244).

Michelle Alexander llama a toda la gente de buena fe a rechazar sus sobornos raciales y privilegios para acabar con la casta racial una vez y para siempre. Advierte que la clave es acabar con la supremacía blanca, o si no, otro sistema de casta surgirá. Cierra su libro con unas líneas del autor James Baldwin, donde dice en The Fire Next Time (La próxima vez, el fuego): “Éste es el crimen del cual acuso a mi país y a mis compatriotas y por el cual ni yo ni el tiempo ni la historia les perdonará jamás ––que ellos han destruido y están destruyendo centenares de miles de vidas y no lo saben y no lo quieren saber... Es la inocencia que constituye el crimen” (p. 261).

Ver en línea : Amigos de Mumia